Capítulo 23

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A la mañana siguiente, toda actividad comercial en Rohan se paralizó. Las tiendas estaban cerradas y nadie fue a trabajar, pues esa misma noche habríamos de partir hacia Mullingar.

Ayudé a mis padres a ultimar los detalles. Mi madre se empeñó en dejar todos los muebles tapados con sábanas y en guardar los cientos de adornos de las estanterías en cajas de cartón, labor que, por suerte, había terminado antes de mi llegada, pero que había dejado la casa llena de bultos que nos hizo mover a una sola habitación para que quedaran "resguardados". No sabía que esperaba del fin del mundo exactamente, pero debía creer que iba a ocasionar mucha suciedad.

Desenchufamos los electrodomésticos y cortamos la corriente para evitar cortocircuitos durante la terrible tormenta que se esperaba en los días del Rägnarok. Los humanos parecían guardar la esperanza de poder volver a sus hogares y recuperar sus pertenencias cuando todo terminara. Me pareció curiosa su confianza, cuando yo no estaba segura de que fuéramos a mantenernos con vida siquiera. En ocasiones la ignorancia podía ser la mejor de las bendiciones.

Sobre las ocho de la tarde, ya habíamos cargado los autocares con las pocas pertenencias que nos dejaban llevar, un bulto por persona, en el punto de recogida que nos había tocado por código postal. Se habían habilitado varios por la ciudad de Rohan para impedir el colapso. Al igual que en Gondor y demás poblaciones de Midgard.

En el interior del autocar, se respiraban distintos grados de nerviosismo. Algunos vibraban de preocupación y ansiedad, otros charlaban y reían confiados en el plan que habíamos urdido con elfos y enanos para sacar a Lotty de la cueva.

―¿Queréis un sandwich? ―preguntó mi madre por tercera vez desde el asiento de atrás.

―No, mamá ―le respondí con tono cansado. No estaba de humor para comida.

―Yo sí quiero ―declaró Sienna sentada delante de nosotros. Tálah hizo el favor de pasarle el sandwich―. Ay, ¡no! Es de atún. ¿No tiene de jamón y queso?

Tálah devolvió el sandwich a mi madre y cogió el nuevo.

―¿Quieres patatas? ―inquirió mi madre, sacudiendo una bolsa por encima de mi cabeza.

―¿Podéis parar ya de pasar comida? ―chillé irritada.

Tálah me echó un vistazo y Sienna frunció el ceño.

―Alguien está de mal humor ―comentó mi tía, sentándose correctamente para devorar su manjar.

―¿Estás bien? ―me preguntó Tálah en tono bajo.

No, no lo estaba. Íbamos de camino hacia Mullingar. No tenía ni idea de si el plan para librarnos de Lotty iba a funcionar o si las cuevas nos protegerían del fin del mundo. Y aun me quedaba el pequeño detalle de deshacerme de Tálah, y lograr que regresara a Alfheim con los demás elfos que nos estaban ayudando con la migración.

―Ahora vuelvo ―le murmuré y me desplacé con cuidado por el pasillo del autocar en marcha, con una botella de agua en la mano, hasta cinco asientos más atrás, donde estaban Palermo y Sevilla.

―¿Tenéis lo que os pedí?

Los dos jóvenes intercambiaron una mirada de preocupación.

―Lo tengo, Sira, pero... sabes que es ilegal drogar a otra persona ¿verdad? ―me dijo Sevilla. Aunque era originaria de Gondor había decidido hacer la migración con nosotros ya que no guardaba muy buena relación con su familia.

―¿Y qué alternativa tengo? ―le espeté.

Palermo inclinó la cabeza hacia un lado para echar un vistazo al elfo, del que solo se veía un hombro.

―Deja que el muchacho venga con nosotros ―rebatió―. Si quiere pasar el rägnarok contigo...

Alcé la mano para interrumpirle.

―Ya os lo he explicado. Él cree que está enamorado de mí por lo de la cicatriz, pero no es así.

―¿Y tú qué sabes? ―protestó Sevilla, cruzándose de brazos―. Yo creo que pierde el culo por tí.

Puse los ojos en blanco.

―Me parece genial, pero no quiero que pierda la vida también.

Palermo me tocó el antebrazo.

―Eh, Sira, el plan va a funcionar ―me aseguró con vehemencia―. Estaremos sanos y salvos en esa cueva.

Cuánto más lo escuchaba menos lograba vernos en en el interior de Enis. Y no sabía si era un pálpito, advirtiendo de que el plan iba a fallar, o solo el pánico tomando las riendas de mi mente.

Sin querer discutir más, desenrosque el tapón de la botella y se la ofrecí.

―Echa la droga aquí ―le indiqué a Sevilla―. Vosotros no lo entendéis. Le quiero. Yo... yo no sabía lo que era querer a otra persona de esta forma hasta ahora. No quiero que nada le ocurra por mi causa. No quiero que nada le ocurra en absoluto.

Mis amigos me contemplaron un instante y por fin parecieron tomarme en serio. Era lo que tenía ser la eterna bromista y la alocada del grupo. Nadie me creía cuando empezaba a hacer las cosas con cabeza.

Sevilla se encogió de hombros y rebuscó en su bolso. Después de introducir los roofies machacados en la botella la agitó para mezclarla bien y me la entregó.

―Tu sabrás lo que haces con tu relación, pero yo me enfadaría mucho si alguien me drogara y me metiera en un avión en el que no deseo montarme ―me advirtió.

Le lancé una mirada cansada y regresé a mi asiento. Le ofrecí los snacks más salados que había traído mi madre a Tálah para provocar su sed y cuando una hora más tarde se había bebido la botella entera aguardé pacientemente a que la sustancia hiciera efecto. Solía usarse en discotecas para abusar físicamente de alguien, ya que doblega la voluntad y deja al consumidor confuso o incluso inconsciente.

―¿Por qué me miras de reojo? ―me preguntó Tálah ceñudo tras varias horas de camino.

―¿Cómo te encuentras? ―probé, comenzando a desesperarme por la falta de efecto. ¿Cuánta droga necesitaba un elfo?

Tálah se encogió de hombros.

―Estoy bien, ¿por qué me preguntas?

Negué con la cabeza y le aparté la vista.

El autocar hizo una parada técnica para turnar conductores y vaciar las vejigas. Estamos descendiendo ya por la raíz del Ygdrassil a pocos kilómetros de la entrada a los túneles de Mullingar, y Tálah seguía sin mostrar síntomas alguno de haber consumido nada.

Cuando subí al autocar aproveché que Tálah aun no había regresado de buscar algún lugar privado para hacer lo que fuera que los elfos necesitaban hacer y me acerqué de nuevo a mis amigos.

―Dame más droga ―le pedí a Sevilla.

La señora de cabello canoso que estaba sentada delante de ellos me miró ceñuda.

―Jovencita, eso no le llevará a buen puerto ―me regañó y oteó el interior del autocar―¿Dónde están sus padres?

Palermo comenzó a carcajearse.

―Señora, métase en sus asuntos ―le espeté yo, y la mujer abrió la boca ofendida antes de regresar a sus cosas.

Sevilla me preparó otra botella y me la entregó.

―Eso es todo, ya no tengo más.

Asentí, contemplando el contenido como si fuera la copa de los dioses, capaz de solucionar todos mis problemas. Quizá debería tomarlo yo misma y pasar el maldito fin del mundo inconsciente. Aunque la idea me tentaba, regresé a mi asiento y reservé la botella para Tálah. Tenía dos misiones por delante: salvar el mundo y salvar la vida del elfo del que me había enamorado, y no me importaba lo que tuviera que hacer para conseguirlo.

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