Capítulo 5 | primera parte

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Como cada día, tomé una larga ducha con agua caliente, dejando que esta cayera especialmente sobre mis cervicales para aliviar los estragos de dos largos días sentada intentando recuperar mi inspiración. Cuando salí del baño, me apresuré a entrar a la habitación, casi dando saltos para entrar en calor. Hacía frío a pesar de tener la calefacción encendida prácticamente todo el día.

Me sentía motivada. Era lunes y algo dentro de mí me pedía cambiar el paisaje rústico de la cabaña por un poco de la realidad de San Martín. Había atrasado a más no poder la primera salida por el pueblo hasta aquel momento, pero había dos razones obvias que me volcaban a hacerlo: uno, me estaba quedando sin comida. Dos, comenzaba a estar harta del encierro las veinticuatro horas del día. Era como una condena autoimpuesta y tampoco era el mejor escenario para mi salud mental.

Abrí la maleta para buscar algo más decente que los pijamas y los chándales que había llevado ese primer fin de semana. ¡Sorpresa! La mayoría de las prendas que llevaba habían sido cuidadosamente elegidas por Lu. Qué horror. No recordaba aquel pequeño detalle.¿Esperaba que me pusiera un vestido de terciopelo negro para pasear por un pueblo a 8 grados de temperatura un lunes por la mañana? Esa mujer estaba loca.

Por suerte para mi salud, había guardado jerséis de sobra y opté por uno de color beige y unos jeans oscuros. De nuevo, me vi envuelta en una guerra contra mi revoltoso cabello. Simplemente lo sequé para no coger una pulmonía en la calle. Quedó ondulado por las puntas, mejor de lo que me esperaba.

Preparé un bolso con lo imprescindible y tras ponerme un buen abrigo, me dispuse a salir de casa. Cerré la puerta con un poco de complicación, ya que la llave se atrancaba un poco al girar y, antes de voltear sobre mis talones y comenzar mi expedición por el pueblo, tomé una profunda bocanada de aire. Allá vamos.

Me dirigí hacia la calle San Martín, la principal arteria de del pueblo en dirección al lago Lácar. Tardaría una media hora en llegar al muelle y el paseo me permitiría comprobar si el pueblo había cambiado tanto como creía.

A pesar de la llegada del turismo como me había explicado Julián, el conductor del remise, la verdad es que todas las edificaciones respetaban la arquitectura y el espíritu bucólico que recordaba de pequeña.

Las construcciones apenas superaban los 12 metros de altura, seguían combinando la madera y la piedra y los tejados inclinados evitaban la peligrosa acumulación de nieve. A simple vista eran casas como las que los niños acostumbraban a dibujar.

Sonreí mientras caminaba con las manos en los bolsillos de mi anorak. Al menos todo sigue en armonía con la naturaleza, agradecí mentalmente.

Había vida en cada calle por dónde pasaba. Personas comprando, apurando los rayos de sol en la terraza de algún bar, sobre todo hilvanando tazas de café y chocolate caliente para paliar los efectos del frío. También estaban los que preferían el alcohol para entrar en calor y brindaban a mi salud alzando el vaso cuando pasaba.

El nudo trenzado que arrastraba desde mi llegada comenzaba a desenredarse poco a poco. No, no era tan diferente a mis recuerdos. Claro que ahora veía carteles en inglés y aquello era impensable hace una década.

No pude resistirme y compré un chocolate caliente en uno de los puestos de la avenida. Ya distinguía el muelle del Lácar a 500 metros. Me apetecía recorrerlo y sentarme en uno de sus bancos de madera a contemplar el lago de origen glaciar para perderme en la calma de sus aguas turquesas y cristalinas.

Y eso hice. Ya sentada, el viento amenazaba con fustigar mi rostro. Gracias al vaso de chocolate mantenía las manos calientes. Entrecerré los ojos. Podía ser incómodo cuando llevabas un rato, pero a mi, aquel aire gélido, me resultaba agradable. Suspiré. Era tan placentera aquella paz. Nada ni nadie podría distorsionarla.

Pero el destino siempre me tenía preparada una piedra más en el camino a la decadencia.

Todo fue muy rápido.

Un golpe seco contra mi cabeza.

El vaso que caía sobre mi anorak manchándolo todo de chocolate.

— ¡Mierda! ¡Joder! ¿Qué cojones? — y la retahíla de palabras malsonantes crecía por instantes.

Llevé mi mano instintivamente a mi nuca con el ceño fruncido. Vi una pelota de fútbol bajo mis pies.

— Perdón, perdón, perdón — repetía una voz aguda y chillona.

Pronto comprendí que era la de un niño de unos ocho años, muy rubio y con la cara llena de pecas. Se paró frente a mi, justo delante del banco. Estaba completamente sonrojado hasta un punto aterrador y se tapó la boca con las manos.

Seguí su mirada y me cercioré de que el anorak de color camel ahora tenía un estilo militar, una enorme mancha de chocolate.

Mordí mi labio. «Es un niño, tranquila. Él no tiene culpa de nada, solo no se dio cuenta. Lo vas a asustar si sigues con esta actitud», pensé.

Intenté esbozar una sonrisa mientras frotaba mi cabeza, allá donde había chocado el balón.

— No te preo...

— Mi tío tiene una derecha impresionante pero es un poco bruto — repuso él enseguida, interrumpiéndome.

¿Su tío? Lo miré con desconcierto, parpadeando confundida, y sus enormes ojos azules y brillantes desviaron su foco de atención. Observaba algo o alguien detrás de mi e instintivamente también volteé para saber de qué o quién se trataba.

— Lo siento, yo... — empezó aquella voz masculina y ronca — ¿Tú?

— ¿Tú? — pregunté a la vez, con la sorpresa invadiendo mi cuerpo y estremeciéndome hasta los dedos de los pies.

Ahí estaba la piedra de la decadencia que decía. Tres encuentros y una sorpresa en cuatro días. ¿Se podía saber por qué todo era proclive para que le viera su estúpida cara de muñeco?

Señales; una historia #BenjamilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora