Capítulo 6 | segunda parte

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Benjamín encontraba divertídisimo ver mi cara de frustración mientras que a mi cada vez me entraban más ganas de estrangularlo. Pero, sobre todas las cosas, me intrigaba el motivo de su visita. Si Luna le había dado mi dirección para enviarme un mensaje debía ser por algo importante, o al menos eso me parecía a mí. La viejita no era ni ciega ni tonta y estaba convencida de que se había dado cuenta a la perfección de mi aversión hacia a su nieto. De hecho, creo que tanto ella como Rosalinda, la madre de la criatura, eran más que conscientes de que chocábamos, que éramos como el agua y el aceite: inmiscibles.

Él se pasó una mano por el cabello justo antes de quitarse el anorak y dejarlo sobre el brazo del sofá.

— Claro, ponte cómodo —remarqué las tres palabras con los brazos cruzados sin un deje de burla o diversión en mi tono — Benjamín, ¿vas a decirme de una vez por todas qué ocurre?

Pero claro que no. Él se paseaba tranquilamente por la cabaña analizando minuciosamente cada detalle de ella. A mí ya me estaba desquiciando. Y mi umbral de la paciencia era más bien escaso.

— Eres una anfitriona pésima, Camila. ¿No piensas ofrecerme ni un miserable café? —preguntó juguetón mirando los restos de una taza de porcelana en el suelo.

Cuando vi que se dirigía a mi desastrosa mesa, anduve a zancadas hacia el rubio con decisión y atajé su brazo, sacudiéndolo y evitando que siguiera avanzando como Pedro por su casa. Era un cínico.

— Estás comenzando a hartárme. Tengo cosas que hacer y no puedo perder mi tiempo contigo solo porque tú lo decidas. Así que: dame de una vez el mensaje de Luna y desaparece —gruñí chasqueando los dedos frente a su rostro para apresurarlo.

Sonrió. Y yo solo pude sentir una oleada de odio barrer mi organismo a su paso. Era petulante, descarado y un prematuro.

— Impaciente —bisbiseó— y veo que también un poco perturbada. ¿Se puede saber que clase de loca paga sus frustraciones con la porcelana? —bromeó, lanzando una mirada al suelo.

Yo, evidentemente no reí. Y entonces (¡por fin!) pareció que se daba cuenta de que no estaba receptiva a sus incoherencias.

— Supongo que no tienes ni idea de que ha comenzado el Júbilo, ¿verdad? —comentó casual después de aclararse la garganta.

Fruncí el ceño.

— Es la gran festividad anual de la región, se celebra la última semana de agosto...

— Sé lo que es. Lo he celebrado toda la vida. Simplemente no recordaba que caía por estas fechas —lo interrumpí con autosuficiencia.

Los primeros vecinos idearon el Júbilo con el objetivo de encontrar un nexo y relacionarse, algo así como estrechar lazos en la comunidad. La mayoría de las actividades se celebran en el cerro Chapelco. Había exhibiciones de deportes invernales como esquí y snowboard, torneos en el pueblo, un concurso de hacheros, exposiciones, obras de teatro regional, cenas, bailes... La jornada culminaba con una importante fiesta en la que todos los vecinos compartían platillos que traían de sus propias casas mientras retumbaban los espléndidos fuegos artificiales.

Contuve una sonrisa al recordar cómo disfrutaba de aquella semana cuando era una cría y, como mientras crecía y me convertía en adulta, aquella diversión iba evolucionando. Tenía recuerdos de todo tipo relacionados con el Júbilo. ¿Cómo había obviado el calendario de tal manera?

«Desde que estás en San Martín ni siquiera recuerdas en qué día de la semana vives, genia», me reproché.

— Entonces, sabelotodo, supongo que también sabes que mañana jueves se celebra la espectacular bajada de antorchas del Chapelco.

— Sí. Pero ve al grano. ¿Qué tiene eso que ver conmigo o con Luna? —pregunté agobiada ya de que el idiota diera tantos rodeos para explicarme a qué había venido hasta mi casa un miércoles al atardecer.

— Mi abuela, básicamente, estaría encantada de que cenaras y disfrutaras del espectáculo en casa. Aunque ella lo ha acompañado de una sarta de calificativos ñoños y cursis como "ciela", "bomboncito" y "angelito" que se atragantan —explicó, negando con la cabeza y elevando la mirada al cielo.

— ¿Por qué no has empezado por ahí, incordio? —me quejé.

— Me has dado un recibimiento de pena, no me has dado tiempo, chinchosa.

— Es que tenerte aquí no es para nada agradable —repuse, estirando los bajos de mi jersey para que este me tapara un poco más los muslos.

Y, de vuelta, esa sonrisa torcida. Vi que daba un paso en mi dirección con (aunque me costara reconocerlo) esa actitud elegante y engatusadora de la que ya le había visto hacer gala en nuestros anteriores encuentros fortuitos y accidentales. Rápidamente me separé caminando en dirección a la puerta.

— Dale miles de gracias a Luna con todo mi corazón, pero excúsame ante tu familia. No voy a poder ir —resolví.

— ¿En serio vas a negarte solo porque he venido yo a decírtelo?

— No. Me niego porque te repito que tengo miles de cosas qué hacer —dije escuetamente, girando el pomo de la puerta como señal de que debía irse de inmediato.

— Perfecto, si es lo que quieres —respondió él.

Yo asentí complacida por su reacción y esperé que se acercara. Lo observé recoger con pasmosa dilación su anorak. Se lo puso con una pachorra casi desesperante. Mi pie ya se movía impaciente y repicaba contra el suelo.

— Ah, una última cosa —dijo justo a punto de llegar a la puerta, haciendo una pausa para llamar mi atención. Lo consiguió, ya que dirigí mi atención a él, aunque con un semblante desinteresdo— No pienso decirle a mi abuela que no vas a venir.

— ¿Cómo dices?

— Está realmente ilusionada con tu presencia en la fiesta. No quiero arruinarle los preparativos solo porque una niña aburrida y caprichosa no quiera darle el gusto a una vieja amiga de su familia.

Yo lo observaba boquiabierta, dispuesta a insultarlo con improperios que todavía no habían sido inventados.

— Prefiero que piense que te has arrepentido en el último momento. Será más fácil manejar su decepción cuando le jodas la noche si ya ha empezado la fiesta.

Se subió la cremallera hasta la garganta y desee que se deslizara tan fuerte que se pellizcara la nuez.

— Eres un manipulador, un oportunista, un gili...

— Seré todo lo que tú quieras que sea, cariño. Pero si cambias de opinión... —se encogió de hombros y sacó un papelito cuadriculado con una dirección apuntada a mano con bolígrafo rojo.

Le arranqué el papelito de entre los dedos y cuando estuve dispuesta a dar un portazo y zanjar esa estúpida conversación, su brazo –objetivamente más fuerte que el mío– se encargó de atrasar el momento.

— Y, por cierto, para tu lista de cosas que te importan una mierda: ponte un pantalón, estamos a seis grados fuera.

Bramé a la vez que apretaba con todo mi cuerpo la puerta para cerrarla.

«Voy a matarte, Benjamín Rojas. Vas a ver», lo maldije entre dientes mientras lo escuchaba reír antes de desaparecer de mi porche.

Señales; una historia #BenjamilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora