Capítulo 3 | primera parte

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— Vos — sisee inaudiblemente.

El monosílabo se precipitó de entre mis labios de forma inconsciente en el mismo momento en que su expresión burlona apareció en la parte trasera del vehículo.

— No me lo puedo creer.

Afirmé, justo antes de cerrar los ojos con fuerza y voltear el rostro para que no pudiera verme con la cara de estúpida gracias a su jugada. Estupefacta, indignada, iracunda. Cada instante empeoraba un poco más mi estado mental y podía percibir como mi rostro ardía progresivamente en cólera. Todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo vibraban a la vez. ¿Es que no voy a poder librarme de ti en todo el día?

— Creí que te hacía falta un pequeño empujón para desistir de tu tozudez. Vamos.

Insistió, haciéndole una especie de seña al conductor.

— Suba señorita, yo la ayudo con las maletas — dijo el hombre, moviendo su tupido bigote negro al compás de sus labios, haciendo el ademán de desabrocharse el cinturón de seguridad.

— No.

Fue lo único que logré decir. Seca. Firme. Decidida.

— ¿Qué problema hay en tu cabeza? ¿Tienes algún trauma? ¿Un complejo de salvador?

Escupí las palabras negando con la cabeza suavemente, como si más que preguntando lo estuviera afirmando. No esperé respuesta. Giré sobre mis talones para reprender el camino hacia el sur, arrastrando conmigo la valija repleta en toda su capacidad. Lo más fácil era acceder, que me llevara al pueblo, agradecerle y desaparecer. Pero algo me lo impedía. Seguramente el hecho que no sabía quién era y porqué tenía tanto afán por ayudarme, y por supuesto, la pertenencia que más difícil se me hacia transportar conmigo: mi jodido y copioso orgullo.

Él parecía colarse en mis pensamientos.

— Eh, pelirroja. Detente. No seas orgullosa.

Me contuve mandarlo a la mierda mientras avanzaba por el arcén de la carretera nacional. Un segundo, dos... llegué a contar treinta segundos.

Volver a oír el arranque del motor me dio un vuelco al corazón. Ahora es en serio que te quedas sola. Como querías. ¿No? Gruñí por lo bajo y aceleré el paso, como si aquello en lugar de agotarme me permitiera llegar antes a la cabaña.

Sin embargo, vi de reojo que el coche no había emprendido su camino, sino que seguía a mi lado con la marcha aminorada. Como si quisiera adaptarse a mi ritmo.

—Vamos, he venido expresamente a buscarte —aseguró el rubio desde el interior del vehículo.

Entorné los ojos.

— Conmovedor.

— Más bien... inútil.

Touché.

Ambos callamos mientras avanzábamos; yo a pie y él en el monovolumen.

— Esto es absurdo —reprendió él, rompiendo el silencio.

— ¿Puedes entender que no quiero tu ayuda?

— Claro. Cuando tu entiendas que la necesitas.

Lo miré de vuelta y maldije entre dientes. Había caído en su provocación. Tal y cómo él quería.

— ¿Sabes? Me gusta la confrontación, la disfruto. Pero a ti no te soporto ni un segundo más.

Poseía una expresión de autosuficiencia. Aunque debía reconocer que no era la típica mirada presuntuosa. Era más bien juiciosa.

—  No pretenderás que me crea que vas a caminar 20 kilómetros solo por tu orgullo...

— No pretenderás que me crea que te importa un pomelo lo que yo haga —repliqué imitándolo, solo que con la voz un poco agitada por el ritmo de mis zancadas.

— ¿Y por qué no? — respondió, disimulando una risa por lo bajo.

¿Y por qué no? ¿Y pirqui ni?

Pensé en rendirme. Y por la forma en que mis piernas redujeron la marcha, mi cuerpo hablaba por mi mente.

No sé en qué momento decidí hacerlo, pero asentí.

Él, sorprendido, pidió con suma educación al chófer que se detuviera.

De nuevo el silencio de la carretera. Y yo soportando el peso del orgullo y mi incapacidad para aceptar ayuda.

— Puedes ir delante si no quieres compartir el espacio conmigo —vaciló él.

— Solo subiré si me dices el motivo — le interrumpí.

— ¿Qué motivo?

— El porqué quieres ayudarme.

Realmente estaba alucinando. O estaba loco y buscaba un juguete con el que hacer perversiones satánicas o era un buen samaritano, de los que no abundan. Y, sinceramente, en mi mente -y por mi experiencia- era más viable la primera opción.

Lo noté titubear por primera vez en todo nuestro encuentro. Parecía que buscaba las palabras adecuadas. Despeinaba con los dedos su flequillo tocado por el sol.

— Quiero devolverte el favor.

Fruncí el ceño confundida.

— Mira, no sé por qué motivo estabas tan ofuscada ni porque te la has agarrado conmigo en el avión. Lo que sí que sé es que estabas enfadada, que tuviste la oportunidad de delatarme y dejarme en una situación comprometedora. Y no lo hiciste.

Dudé un segundo. Y pronto me di cuenta del significado de sus palabras, como si de un recuerdo lejano fuera a pesar de que había sucedido escasas horas antes.

— Me quieres ayudar porque no dije quien eras.

Él asintió de vuelta.

Miré a los lados. Es que no sé quién eres, pensé.

— No me debes nada. Ni me acuerdo de lo qué pasó.

Vi como resoplaba y echaba la mirada al techo del coche.

— Vale, veámoslo como... un equilibrio de actos.

Arquee una ceja y lo miré como si estuviera loco. ¿Qué equilibrio ni que ocho cuartos?

Se aclaró la garganta.

— Tú me has ayudado primero, sin esperar nada a cambio. Y yo lo hago ahora de la misma manera. Sin favores, sin obligaciones. Solo eso. Equilibrio de actos. ¿Te suena de algo el karma?

Una risa auténtica escapó de mi garganta.

Lo vi sonreír suave, de forma precavida. Como cuando celebras algo de forma comedida por miedo a gafar el triunfo.

Disimulé, volviendo a mi expresión hierática.

— Equilibrio de actos y nada más —acepté.

— ¿Qué más podría ser?

Señales; una historia #BenjamilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora