Epílogo

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Era una mañana fría de invierno. Irina se acercó a ver a su padre.

—Vamos a visitar a la familia —le sugirió.

Sar aceptó la idea de buena gana, últimamente había estado muy estresado. Habían acogido a los campesinos que dos años antes habían visto sus aldeas arrasadas. Por suerte eran bastantes menos que un siglo atrás. Los aldeanos hacían como si nada hubiera ocurrido y el gobernante de Merta no vio ningún motivo para contarle a sus súbditos lo que había pasado. Estarían más tranquilos con sus simples vidas de campesinos. No creía que a ninguno le hubiera gustado saber que el Dios Tenebris había estado a punto de exterminar a los humanos y gobernar los cuatro reinos.

Irina se dirigió a sus aposentos, su padre la seguía. Abrió la puerta y entró como una bala. Se quitó una medalla de la que colgaba una pequeña llave y se acercó al armario. Entró y palpó la madera, allí estaba la trampilla, metió la llave y un chirrido sonó al abrirla. Habían mandado construir aquel pasadizo secreto hacía un año. Se colgó la medalla y bajó las escaleras agarrada al pasamanos. En la oscuridad tanteó la pared y encontró lo que buscaba: su lámpara de aceite. La encendió mientras su padre bajaba y cerraba la entrada. Caminaron por el túnel que tenía una única salida. Las paredes eran lisas y el techo abovedado.

Llegaron en quince minutos, subieron una rampa y abrieron una puertecita. Aparecieron en un armario, considerablemente más pequeño que el de Irina. Las baldas estaban a rebosar de tarros de cristal que guardaban numerosas pociones. Salieron del armario a un acogedor salón. Junto al fuego de la chimenea, sobre una alfombra, Rachael jugaba con Tairon que gateaba a su alrededor. Rose estaba sentada en una mecedora, tejiendo una manta para el pequeño. Elinda preparaba una poción en la cocina, de donde salía un olor nauseabundo. Deb y Lema, cargados con palas estaban quitando la nieve que bloqueaba la entrada principal. Se habían trasladado a aquella aldea cercana al castillo por dos motivos. El primero, era porque la antigua casa estaba destrozada por el ataque de los timors y los magos oscuros; el segundo, que antes estaban demasiado alejados del castillo.

—Hola —saludó Irina.

Lema dejó la pala y se acercó corriendo hasta ella. Llevaba dos años viviendo en aquella casa, con los que consideraba su familia. Sar e Irina vivían en el castillo, porque su padre era el rey y su hermana la heredera de la corona. Habían mandado cavar aquel túnel que conectaba la casa con el castillo hacía un año, porque con las heladas era muy complicado llegar hasta la aldea. Hacía un frío glacial y la calzada y los caminos estaban cubiertos por una gruesa capa de nieve. Y en el caso de que se pudiera llegar a la aldea, era imposible entrar en la casa porque la puerta quedaba sepultada bajo kilos de nieve.

—¿Qué tal estáis? —preguntó Lema.

—Muy bien, ¿y vosotros? —contestó Sar.

—Bastante bien. Este año no hemos tenido goteras —dijo Deb.

—Cierto, gracias a que el año pasado cambiamos el techo, que se había roto tras la gran helada —añadió Rose.

—No os quedéis ahí, sentaos en la mesa —dijo Elinda asomando la cabeza por la puerta de la cocina.

Tomaron asiento y Deb trajo tazones de leche calientes y bizcocho de almendra, que tomaron con gusto. Todos ellos eran muy diferentes y se habían unido gracias a aquella aventura secreta. No se lo habían contado a nadie y tal vez era mejor así. ¿Cómo decirles a los campesinos que su reina no había muerto realmente? Ahora eran simplemente una familia normal, ¿o tal vez no?

El rey de MertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora