11. Rebeldes.

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Mis ojos se sentían pesados, en realidad todo mi cuerpo parecía pesar el doble de lo que normalmente era

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Mis ojos se sentían pesados, en realidad todo mi cuerpo parecía pesar el doble de lo que normalmente era. Todo mi cuerpo hormigueaba, debí de haber estado en la misma posición incómoda por un largo tiempo.

Al final, hice un esfuerzo enorme porque mis parpados se abrieran. Me costó varios intentos acostumbrarme a la luz del lugar, aun si esta no era demasiado luminosa. Mi rostro estaba sobre uno de mis brazos, lo que causó que un cosquilleo molesto se extendiera desde mis dedos hasta mi hombro.

Intenté llevar mis manos a mi cabello, procurando que no estuviera demasiado enredado, pero me vi en la inútil situación de no poderlos mover. Mis muñecas estaban esposadas a la mesa; una mesa fría, de metal, larga y dura.

Tiré de las cadenas hacia mi cuerpo, en un burdo intento por liberarme, sólo causó que mis muñecas se lastimaran por el movimiento y fricción del metal.

Me levanté de la fría silla, y seguí jalando. En la pequeña habitación, sólo se escuchaba mi forcejeo y las cadenas golpeando contra sí mismas. Me rendí cuando una de mis manos empezó a sangrar, gracias a todas las veces que hice chocar mis muñecas.

Con la ayuda de mi pie, acerqué la silla metálica, no tenía nada mejor que hacer más que sentarme. Ni siquiera sabía en donde estaba, no había nada que esperara. Quizás, mi muerte, muy probablemente estaba esperando a que fuera mi turno y me llevarían al callejón de la muerte.

Sacudí mi cabeza alejando esa alocada idea, si me quisieran matar, ya lo hubieran hecho, tuvieron una gran oportunidad al tenerme inconsciente por... quien sabe cuánto tiempo. Miré mi pecho, ya no tenía puesto el traje de los juegos del hambre, era un uniforme de hospital, blanco y delgado.

Volví a ponerme de pie, esta vez, me senté sobre la mesa para que mis manos pudieran bajar mi pantalón. El elástico de la cintura llegó hasta las rodillas, el corte que Gloss me había hecho ya no estaba, una mínima cicatriz era el resto de esa lucha.

Resoplé, acomodé mi pantalón nuevamente. Me quedé sobre la mesa, me acosté sobre ella, hecha un ovillo, buscando una posición cómoda para mis manos. Lo cual resultaba casi imposible.

Cerré mis ojos unos instantes esperando dormir, al menos así, el tiempo pasaría mucho más rápido. Aun con los ojos cerrados, pude distinguir cómo las tenues luces parpadeaban, y unos pasos se acercaban. Levanté con lentitud mi cabeza.

La puerta crujió, un rechinido apenas audible me hizo saber que alguien iba a entrar, me bajé de la mesa, tomando asiento en la estúpida silla. Miré hacia la puerta, mis cejas estaban fruncidas, me parecía correcto recibir a mi invitado con una mirada molesta.

 Miré hacia la puerta, mis cejas estaban fruncidas, me parecía correcto recibir a mi invitado con una mirada molesta

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La Princesa De Plata •Finnick Odair•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora