c i n c o

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El día del atraco.
Viernes 8:35 a.m.

Estaban en la furgoneta de camino al mayor atraco de la historia. Iban todos en silencio, había tensión en el ambiente. Londres estaba nerviosa a más no poder, nunca había dado un golpe así de grande. Lo más impresionante que había hecho fue robar coches.

—¿Quién eligió la careta? —Río se sacó la careta y se quitó la capucha.

—¿Qué le pasa ahora a la careta? —preguntó Berlín, cansado de la actitud de niño de su compañero.

—Que no da miedo. Tú ves las películas de atracadores y las caretas dan miedo. —Río se encogió de hombros. Denver se quitó la careta para examinarla. Moscú también se la quitó. —Son zombis, esqueletos, la muerte, yo que sé, sientes...

Río se quedó callado al ver que Berlín lo apuntaba con su arma.

—Con un arma en la mano te aseguro que da más miedo un loco que un esqueleto.

—Venga ya. —habló Moscú.

Londres llevó su mano hacia el brazo de Berlín para que este bajara el arma. Berlín miró a Londres. Esta simplemente se cruzó de brazos ante la mirada de su superior, sentada a la derecha de él y a la izquierda de Nairobi; Tokio estaba enfrente suya. Sentía que el corazón se le iba a salir por la boca. Estaba en una situación en la que no sabía como sentirse. Iba a dar el mayor golpe del mundo, iba a hacer historia pero no sabía como sentirse. Estaba emocionada pero también asustada y sentía que estaba traicionando a sus padres. Además su corazón empezaría a romperse sin que ella pudiera evitarlo.

—¿Quién era el payo este del bigote? —preguntó Denver mirando a su padre.

Lana no pudo evitar poner una sonrisa al mirarlo. Todo hubiera sido más fácil si se hubiera enamorado de él. Él, que no tenía nada que perder, que no tenía asuntos que arreglar después del atraco.

—Dalí, hijo, un pintor español. Era muy bueno.

—¿Un pintor?

—Sí.

—O sea, un pintor de... de pintar.

—Sí.

Denver resopló.

—¿Tú sabes lo que da miedo de cojones? Los muñecos de los críos. Eso sí que da miedo.

Berlín quitó su máscara. —¿Qué muñecos? —preguntó.

—Pues el Goofy, el Pluto, el Mickey Mouse, tos estos.

—O sea, ¿qué un ratón con orejas da más miedo, eso es lo que me estás diciendo?

—Pues sí, gilipollas. ¿O que quieres que te dé un guantazo?

—¡Eh! —su padre le habló.

—Que tengo razón. Vamos a ver. Si un payo a punta de pistola entra con una careta de Mickey Mouse a cualquier lao, la peña va a pensar que está colgao, que liará una carnicería. ¿Sabes por qué? Porque las armas y los niños son una cosa que no se juntan nunca, papa. ¿Sí o no?

—Hombre, visto así, sería más peligroso, es verdad, más retorcido.

Lana miraba a los hombres discutir por las caretas con la boca abierta, sin creer que pudieran hablar de eso en ese momento. Nairobi se levantó un poco la careta, dejándola en su cabeza. Miró a Tokio, que se pintaba los labios y después a Londres. Las tres chicas se miraron y compartieron una silenciosa carcajada.

—Entonces una careta de Jesucristo acojonaría más, es más inocente.

Nairobi quitó la careta de la cara de Londres para poder verle. La más pequeña sonrió cuando Nairobi le acarició la barbilla. Londres estaba ya acostumbrada al tacto de tal diosa pero seguía poniéndose nerviosa y sintiendo las cosquillas en el estómago cada vez que le tocaba, más aún cuando Nairobi le miraba así, tan dulce y tierna, tan llena de amor. Nadie, excepto Tokio, pareció notarlo.

Londres| La Casa De Papel » NairobiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora