2. El bombardeo

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El mercado estaba a tope desde el amanecer. Como todos los días, por cierto. Todavía había mucha gente, la mayoría mujeres y niños. La tarde se deslizaba. Un ligero frescor a pesar del cielo azul. Un zumbido surcó el oído. De repente, las sirenas empezaron a aullar. Buscamos refugios, en su mayoría demasiado lejos, inaccesibles o llenos. Ya se cerraban las puertas. Prohibían el paso a los forasteros, a los que no eran del barrio o de la ciudad. Víctimas comunes, enemigas entre ellas. Mujeres, niños, animales, militares, quedaron quietos, azorados, aturdidos por el silbido de las bombas incendiarias, por el estruendo de la caída de las paredes. Y en medio de todo esto, el niño que no despertaba en brazos de la madre llorando, lamentándose por el horror y el miedo a la muerte de su hijo. Los caballos se retorcían de dolor, un soldado fue mutilado, un toro loco escapado de una granja cercana se detuvo en seco. Se arrancaba la ropa quemada, la decencia se olvidaba: mujeres, el pecho fuera, hombres con pantalones sucios, gritos infantiles. Los escombros hacían toser, la atmósfera hirviente desgarraba los pulmones. Entre los seres humanos valientes, un fotógrafo trató de fijar esos momentos. Aunque el bombardeo no paraba, enfermeros llegaron, tratando de salvar a los que se podía. Un breve vistazo sobre los cuerpos al suelo les hacía tomar la decisión de detenerse o no. La urgencia se invirtió, bajo las bombas, se atendían sólo heridas leves... Una pierna arrancada o un brazo despedazado necesitaban demasiado cuidado por el momento. Se dejaba al herido allí mismo. Se tenía que ponerse a salvo a uno mismo. Médico y enfermero eran más preciosos por el momento que los cuerpos mutilados. Sólo se evacuó a la mujer y al niño; al soldado, no.

El carro los llevó lejos de la ciudad en fuego, en sangre, en cenizas. Los caballos galopaban, relinchando y babeando. El camillero que llevaba las riendas estaba igual de asustado que ellos. Esto sería por su edad, pensó la madre. Dieciséis, diecisiete años, evaluó. De repente, un grito los clavó a todos: los caballos, el cochero, la madre se detuvieron en seco y echaron la vista hacia el sonido. El niño acababa de despertar. No estaba muerto. Sólo conmocionado, se desmayaría al oír los primeros estruendos.

Como no era demasiado grave, se les rogó dejar el puesto médico para dejar sitio a heridos peores. En cuanto a cómo iban a volver a casa se le respondió que no era su problema, que eran enfermeros, no guías turísticas. Así que ella se encontró sola muy lejos de su pueblo Anochecía. El ataque tuvo lugar por la tarde. La espera de la calma, la llegada de los primeros auxilios, las primeras evacuaciones, todo tardó en llevarse a cabo. Por lo tanto, aunque la noche cayera muy tarde aquí, se encontró a oscuras en el campo. ¿Qué iba a dar de comer a su hijo?

En este momento, el camión llegó. Al ver las luces, se escondió tras un árbol. ¿Quiénes eran? No se podía uno fiar de nadie en estos días. Y, ¿cómo no?, el camión paró justo frente a ella. No porque fue vista como lo temía al principio, pero debido a que el lugar estaba desierto y por lo tanto ideal para una paradita para el pis de los niños que salieron de bajo la lona. Dormidos, con los ojos rojos por las lágrimas todavía sin secar de rabia y tristeza. Al ver a este grupo de niños, la mujer se aventuró a salir de su escondite. Lo que no impidió a los hombres armados de desenvainar y apuntarle al oír el matorral. Dirigieron sus armas soviéticas al verla andrajosa, asustada, el niño siempre en brazos. Escuchada su historia, la invitaron a quedarse con ellos, a compartir la escasa comida, el pan y el fuego. Los hombres habían salvado de un pelo a los niños del bombardeo de la ciudad y también de los siguientes, "como lo temíamos y es nuestro deber de salvarlos. Ellos, son nuestro futuro." La propaganda llegaba hasta en una charla al amor del fuego.

Los niños en el camión, el conductor cerca del hogar, el hombre y la madre detrás de un arbusto dormían; ellos dos abrazados. A la mañana, cuando la mujer se despertó con el sonido del motor, el camión ya se había ido. La violación no se produjo por la noche. Ella, se abandonó a este hombre tan dulce, pero a la mañana, el abandono y el rapto fueron lo peor. El frío de la mañana inundó rápidamente el calor entre sus muslos. Ahora sólo, el dolor líquido en los riñones la hizo sufrir. Nunca había conocido un gozo igual tan intenso y sobre todo tan rápido. Sólo se había dispuesto de ella como de un crisol dedicado al alivio del macho y a la reproducción rápida. Aquella se le fue reconocido su placer. Por lo tanto, los brazos que la pusieron boca abajo para penetrarla de forma desconocida para ella, ni la asustaron ni la hirieron. Su felicidad la anestesió, su ser y su cuerpo respondían a las exigencias de este desconocido muy suave, muy fuerte y guapo.

Las lágrimas de GuernicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora