4. El Vagabundeo

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Ito Jorge vagaba por la ciudad. Había perdido el último tren para volver a casa. Antes de confiarles los niños, el Partido había convocado a todos las familias acogedoras para informarles de su misión, de sus dificultades y sus desafíos, pero también para agradecerles de haber aceptado semejante tarea. No sería fácil cuidarse de niños aún muy menores para muchos. Estos "padres" o eran ya ellos muy mayores o nunca lo habían sido. Bueno, él, tenía un hijo, pero nunca llegó a conocerlo. En el pueblo, todo el mundo conocía su historia. El partido hubiera preferido parejas, pero como faltaban familias se hizo excepción. También estaba la abuela.

En el local del partido, se les sirvió mucho discurso, mucha bebida y comida. Junto con los padres del pueblo, Ito Jorge se quedó un momento sin reacción y cuando los del pueblo vecino empezaron a servirse, los siguieron, sin parar. Además, todo era gratis a cambio de lo que todavía no habían hecho, sólo aceptado.

Hubo también una orquesta. Bueno no nos pasemos, Ito Jorge no bailó. Con las copas de vino, las cervezas, los bocadillos, la cabeza, la barriga, las piernas, todo le era pesado. Los del pueblo ya pensaban volver a casa todos juntitos con el último tren. Les dijo que esperaran un poco que ahora volvería.

El camino hacia el baño le pareció vía crucis, aunque sólo tuviera que andar unos metros.

Dio un respingo de conciencia sentado en la taza. El frío y el olor lo despertarían. Una brisa helada que pasada bajo la puerta le llevó la pestilencia de su vomito. Se levantó sin dejar de pisarlo. Sus zapatos, su pantalón estaban manchados. Se vistió rápidamente, sólo tenía que subirse los calzoncillos y el pantalón. Le dio asco. Había que lavarse a prisas: los otros lo esperaban para el tren. En el lavabo, fregó lo que pudo. Lavándose se asustó del silencio a sus alrededores, ni rumores ni música.

Se habían ido todos los invitados sólo quedaban algunas mujeres que barrían la sala y quitaban las mesas. Los discursistas se acababan unas copas en la barra.

- ¿Está usted, aquí? Sus amigos ya no podían esperar. Iban a perder el tren. Me pidieron que les dijera que se divirtiera mucho. Ja, ja, ja.

Una sonora carcajada sacudió la barriga del tío.

-Pero, bueno, tendrá que estar un poquito más fresquito para los niños. Puedo contar con usted, ¿verdad? ¿Qué pinta tendría? La respuesta que le dio el espejo lo espantó. ¿Qué diría Mamá? ¿Dónde te has quedado? ¿Y con quién? Y vine a buscarte a la estación y no estabas.

-Bueno, vale ya, ahora, yo no soy un crío gritó en la calle. Estoy harto de que se burlen de mí. Vais a ver quién soy yo. Todos me habéis plantado. No sabéis muy bien con quien os habéis metido. Y tú, te has ido con mi hijo. ¿Piensas que te necesito?

Seguía así su soliloquio tan singular como incoherente para otra mente que la suya. El alcohol, la fiesta le dio ganas de acabar con todas estas cadenas y si los demás lo veían como una mierda pues así se comportaría.

– Lo primero es tomarse algo para aclararse las ideas, gritó.

–Muy buena idea, Señor, le propongo entrar por aquí donde una encantadora señorita le ayudará a quitarle la sed.

–Y, ¿por qué no? Se dijo viendo lucecitas rojas y azules que brillaban. Sólo recobrarme algo antes de tomar el tren.

– Póngase cómodo, caballero.

Una guapa mulatita lo cogió de la mano. Le quitó la chaqueta que, inquieto, vio desaparecer hacia dentro. La chica lo tranquilizó: "Mi tía se hará cargo de tu chaqueta y yo de ti. Tienes mala cara."

Las lágrimas de GuernicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora