Fue durante la fiesta del pueblo que el drama se produjo. A Ito Jorge, que no le gustaba mucho meterse en las festividades locales, no le informaron del desfile histórico que se preparaba. Pequeña ciudad sin gran pasado histórico, un comité municipal había decidido crear uno por completo. Se fue a buscar una vieja leyenda de bandidos que sólo comunicaban por gritos. Ante el opresor, decidieron ponerse en banda para echarlo fuera de las murallas. Simbólicamente, se protagonizaba la misma escena que supuestamente había tenido lugar entre los ballesteros, por una parte, los resistentes y los alabarderos y del otro, los opresores de casco plateado.
En aquella época, la seguridad de los participantes y del público no era un aspecto importante de la organización. Sólo contaban el entusiasmo popular y la fe, - ya que se metía también a un representante del clero tomado en rehén en represalias a los actos de sabotaje cometidos por los bandidos. Que las ruedas de las carretelas y de los tanques aplastaran uno u otro pie, que importaba con tal que la fiesta, la bebida y la embriaguez estuvieran presentes.
Triboulet como otros caballos tenía que tirar un carro muy pesado: traía todo el decorado para la representación de la escena final en la Plaza Mayor. Por eso, se tenía que ir primero al depósito municipal en la parte baja de la ciudad. El carro muy ligero hacía que los caballos trotaran tranquilamente. Hasta fue necesario frenarlos en la bajada.
Llegados allí, se les cargó más de la cuenta. La vuelta fue más arriesgada. Todo lo que se baja, hay que subirlo. Pues, la bajada se convierte en subida; el trote, en paso o incluso en paro total. Fueron precisos gritos, palabrotas y latigazos, para que la caravana se pusiera en marcha y guardara el ritmo hasta la cumbre, hasta el molino. Allí, se tranquilizó y alimentó a los caballos. Agua y algo de avena, no había que retrasarse, se nos esperaba en la plaza que se encontraba calle abajo. ¡Vamos que no se moje el material! La lluvia acababa de comenzar, ligera, insidiosa.
Los extras del espectáculo se agitaban en la plaza. Como sus armaduras, cotas de mallas y alabardas les pesaban, se habían deshecho de éstas y las habían dispuesto en haces a la entrada de la plaza. Para que no cayeran, las habían acuñado con un banco.
Las gotas se infiltraban en la tierra. Finas, nada grave. Los caballos iban al paso, sólo les faltaban esta pendiente y los irían a desenjaezar. Aunque fuera bajada, el esfuerzo era constante ya que la carga quería arrojarlos. Se tenía que frenar esta carrera; sufrían las rodillas.
En la plaza, la lluvia azotaba a la muchedumbre que se apartaba como podía para ponerse a salvo. Se dejó en su sitio las armas, los barriles, los trajes y las carpas. Éstas comenzaban a volar. Se cruzaban con las mesas y las sillas.
En la calle, la tierra y el agua; se enfangaron los zuecos y los zapatos. Eran los del domingo, así que con éstas no se podía andar, maniobrar, actuar, apoyarse firme para controlar el acarreo. Las herraduras pasaron del seco al empapado, del polvoriento al fangoso. La transición fue tan brutal que los cuerpos no siguieron. De modo que, para parar el resbalón inevitable, los miembros, las rodillas, los muslos, las cañas, los corvejones, los hombros, las piernas, fueron solicitados a lo máximo. Aunque las fuerzas en potencia eran enormes, las coces y los gritos, los relinchos y las palabrotas no pudieron impedir el derrumbe. Frenando a toda fuerza, los cascos patinaban sobre el barro. El carro, más pesado, al tomar más velocidad, vino a romperse contra la camilla que golpeó las grupas. Sus propietarios trataron defenderse coceando. Los menudillos y las coronas se rasgaron, las caderas y los costados fueron a pillarse entre las manijas de madera. No se aplastó a los equinos en el momento en que el carro osciló hacia el frente ya que los animales se habían achatado en el barro. Todo el decorado se esparció en el suelo. Los caballos aligerados de este peso bajaron más rápidamente la calle embarrada. Heridos ya por detrás, veían las puntas de las alabardas cada vez más grandes hasta que atravesaran sus pechos.
Triboulet sintió la punta cruzarle las costas. El dolor fue tal que sólo pudo abrir la boca grande de dónde le salió la lengua tensa como una flecha acerada. Se tetanizó. Permaneció un momento fijo, dándose la vuelta para entender, para ver lo que le ocurría, pero sus ojos se le salían de las órbitas. No pudo, sino que aplastarse sobre otros cuerpos, - muchos cadáveres, ya. Oyó el mango de la alabarda romperse, la cuchilla se le quedó dentro. Espetándose torpemente con las otras cuchillas, intentó un último relincho: sólo le salió sangre de la garganta y de las costillas. Mártir inocente, se hundió sobre las otras carnes, en el lodo, bajo la lluvia.
Tras el estropicio, los gritos y los estertores sólo fue silencio. Hombres y animales al suelo, mutilados, heridos o ya muertos. Se tenía que retirar a éstos para liberar los primeros que chafaban. Este segundo de mutismo debido al pavor estalló en órdenes lanzados por todas partes para un desescombro rápido. Había que sacarse de la vista este espectáculo de terror tal el que sigue el atentado, el bombardeo: sangre, vísceras, fracturas abiertas, miembros despedazados.
El guarda forestal se encargó personalmente de rematar a los caballos demasiado heridos allí mismo. Se las arregló para ajusticiar a Triboulet, el último. Su amo, ¿no le había partido una silla en la cabeza, hace unos días? "No es que sea rencoroso, es que me acuerdo de todo" y se rio sarcásticamente. Si se podía vengarse de este modo, ¿por qué privarse?
En cuanto a los hombres, las heridas se limitaron a algunas fracturas y moretones. Como no estaban amarrados habían podido apartarse a tiempo de la catástrofe inminente. Y, por suerte, en la plaza, la lluvia había ahuyentado a los indiscretos y extras del espectáculo. A regañadientes, los organizadores lo cancelaron. Habían puesto tanto afán en prepararlo, en reconstruir un mundo imaginario, un pasado que nunca había existido. Les habría gustado fabricarse una leyenda que le saliera baratilla y ser así y los artesanos y los filántropos de la ciudad.
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Las lágrimas de Guernica
Ficción históricaEnvuelto en su pequeña capa negra, el pequeño Aitor llega a la estación de Mouscron en Bélgica en 1937. No no sabe todavía que su estancia va a durar más tiempo de lo esperado. Es uno de esos niños que sobrevivieron al bombardeo de Guernica, que, s...