3. El cuadro

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Por la mañana, me levanto muy pronto. Piense lo que piense la gente. Me gusta el silencio de ese momento. Aunque me haya acostado tarde, dormido dos o tres horas, nunca me pierdo la salida del sol.

El despertar es automático, inmediato. Siento que tengo que levantarme. A oscuras, mis pasos van seguros. Paseo por esta niebla como un guía en su medina. Conozco las callejuelas, los atajos y los callejones sin salida. Ni puedo, ni quiero darme con los muebles. Por eso, exijo un orden perfecto durante el día. Nadie me lo puede perturbar. Ni hijos, ni criadas, ni mujeres. Cada objeto, silla, mesa tiene su sitio y tiene que guardársela. No soporto ninguna prenda en el sofá, ninguna chaqueta en las sillas, ningún juguete en los pasillos. Precaución para garantizar mi paseo nocturno sin choques ni ruidos. Ni quiero herirme el pie ni despertar a toda la casa. De este modo, puedo ir de la cama a la cocina pasando por el baño, el pasillo, el salón y el comedor en una ceguera completa. Cierro los ojos porque sí. Abiertos no vería mejor. En la cocina, preparo un café fuerte como los que se toman en el sur de Italia. Lo hago en una cafetera igual de italiana como un soldado montando y desmontando su arma los ojos vendados. La destornillo, la enjuago, la lleno de agua, le echo café, abarroto el filtro, la vuelvo a enroscar, con una cerilla enciendo el gas, pongo la cafetera en el farol. La llama azulina basta para deslumbrarme e iluminar la cocina. Aprovecho para pasar al baño. Al volver, oigo el silbido del agua hirviendo que se evapora y que se vuelve a condensar en la parte superior de dicha cafetera.

Fuera, se aclara la oscuridad. Cuando me echo la primera taza, los primeros azules y amarillos del cielo aparecen, ya. En ese momento, entro al taller.

Antes del ruido familiar, sólo me quedan unas horas. Suficientes para añadir un jarrón a una pintura, una cara a otra, un barniz a la tercera. Siempre empiezo varios proyectos y para cada uno tengo pensados el primer y el último toque. Por superstición, nunca pinto éste. Esbozo la idea inicial, la pinto, la mejoro y como no encuentro rápidamente el camino hacia lo que me había pensado, en plena frustración, me paso a otro cuadro. ¡No vayan a pensar que chapucee mi trabajo y que me desperdicie! Lo que hay es que la pintura me es superior: yo, sé a dónde ir. Sin embargo, pinto y vuelvo a pintar, pero los colores, las formas, las perspectivas se van hacia otro horizonte. De ningún modo el que había pensado. Por cierto, mucho mejor. Pero lejísimos de lo que había pensado en mi idea prima y como no soporto que me contradigan, pues me enfurruño y abandono la tela rebelde. "¡Pues haz como quieras!" le digo alejándome de la misma. Me contesta igual y me deja mosqueado. Andando hacia otra conquista, otra idea, otro cuadro -tal la mosca dándole sin parar al cristal junto a la ventana abierta- repito el mismo error y me estrello como el insecto y me alejo. Inerme, sólo, herido, vuelvo a mi primera aventura y a ella, ahora, la escucho, la sigo. Mis intenciones no eran malas; sólo les faltaban fuerza, sabor y perfume. La pintura, -con mis gestos, los pigmentos y las brochas- ha bastado para relativizarlas, enriquecerlas y reinventarlas. El resultado final siempre sale mejor que mis dos pobres ideas que me gustaban tanto como si se hubiera tratado del encuentro del siglo. Estaba mariposeando entre esas obras de arte -bueno yo por lo menos me lo pensaba- que llamó el teléfono a la otra punta de la casa. En esta guarida de silencio y de oscuridad en la que se encontraba la casa a estas horas, no tuve más remedio que de sobresaltar más contrariado que sorprendido. ¿Quién venía ahora a violar mi espacio áfono, mi instante ciego? ¿Y quién, además, tomaba el riesgo de despertar a toda la casa? Me arrojé al fondo del pasillo y descolgué fuera de aliento.

Ya lo habían hecho. Se comentaba desde algunos días. Tras algunos rumores, el bombardeo tuvo lugar. Un día de mercado, fueron largadas toneladas y toneladas de bombas en la ciudad símbolo de la resistencia, Guernica. Había pedido que me avisaran, pero nunca pensé que iba a ocurrir tan pronto. A pesar de las evacuaciones, hubo centenares de víctimas. Por supuesto, fue arrasada la ciudad. Algunas fotos y relatos ya circulaban por el mundo gracias a periodistas, escritores o políticos sumados a la causa. Sin ellos, la noticia y del bombardeo y de la guerra civil, nunca se hubieran sabido. Hay que tener en cuenta que las guerras civiles son cosas de los países y sí además un bloque enemigo ayuda a uno de los bandos pues ya no hay que contar con nosotros. El Este nos da mucha guerra y el Sur no nos exige que nos alistemos. Más tarde, por la mañana, la radio anunció oficialmente el bombardeo. Me apresuré en comprar los periódicos y descubrí las fotos y relatos de horror. Muertos, heridos y desaparecidos protagonizaban esta macabra farsa. ¿Qué podía hacer yo ahora? De todos modos, para las víctimas ya era demasiado tarde entonces ¿para qué? ¿Cómo eso de "para qué"? No, había que gritarlo a todo el mundo, se tenía que saber, que denunciar. Correr la voz, decir el horror, aullar el dolor. Y, yo ¿qué podía hacer? Tenía un montón de trabajo, encargos y creaciones. No podía abandonarlos y volver al país era imposible. Me sentía agobiado. Tenía las imágenes de las llamas, de las mujeres, de los niños, de los heridos, de los soldados y de los animales y no podía hacer nada. Si me desahogara en entrevistas, se diría que me daba publicidad; si no hiciera nada, se señalaría que aparte de mi fama y mi pasta, nada me importaba. Es verdad que ahora ya era algo conocido y acomodado. Pintaba lo que quería y además los encargos llegaban que era un gusto -pagados de antemano- y vendía mucho. Como el que tenía que acabar dentro de diez días. Un fresco para la exposición universal representando nuestra patria, nuestra alma, mi arte. Bueno, no me inquietaba mucho. Ya tenía unos esbozos e ideas, pero necesitaría varias noches para finalizarlo todo. Y ya sé lo que habrá: mujeres regordetas y desnudas, minotauros, toros y niños tristes. Siempre exigían de mi universo de todo un poco. Ya no puedo hacer otra cosa. Pagan por lo que hago. Ahora, paradójicamente, estoy hecho todo un clásico. ¿Yo? ¿Yo? Qué solo me contento en imitar a los grandes maestros o a desviarlos, transformarlos, torcerlos, desfigurarlos. Todo empezó un día de esta forma: no lograba copiar una obra en el Prado y me aburría. Entonces para divertir a una niña triste que lo visitaba, quité el cuadro del caballete, puse otro vacío y torcí la cara del cuadro inicial. Pinté como si estuviera en el cuadro y que lo pintara de frente, de lado, tras los personajes, los objetos o animales.

Las lágrimas de GuernicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora