Capitulo 4

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―¿Estáis listos?
―¡Sí! ―contestaron Kyungso y Jongin al unísono; sin embargo, Luhan seguía acuclillado en el suelo, luchando con las correas y las hebillas de sus flamantes raquetas de nieve.
Sehun había anunciado que aquel día lo iban a dedicar a practicar con las raquetas y los bastones, a aprender a reaccionar en ciertas situaciones de emergencia y a adquirir unas cuantas nociones de primeros auxilios. Así que, en cuanto terminaron de
desayunar, se encaminaron hacia una pequeña hondonada donde apenas penetraban los rayos del sol, en la que la capa de nieve, de casi un metro de espesor, no se había derretido aún.
Luhan resopló, desesperado, estaba claro quién iba a ser la torpe del pelotón.
―Muy bien. Vosotros dos empezad a practicar. No es complicado. Simplemente, hay que acostumbrarse a caminar levantando el pie un poco más de lo habitual.
―Kyungso y Jongin obedecieron de inmediato y, entre risas, trataron de caminar levantando las piernas con movimientos exagerados.
Sehun se agachó junto a el y sus dedos enguantados no tardaron más de unos segundos en ajustar las ataduras y sujetar las correas.
―Había olvidado lo desastre que eres.
Los ojos grises estaban tan cerca de los suyos que no tuvo ninguna dificultad en detectar en ellos un destello de odio y, al verlo, la comisura de su labio derecho se alzó
unos milímetros. Sabía bien hasta qué punto su pelirrojo favorito detestaba que le recordaran lo desmañado que era. Durante toda su infancia, la araña patas largas había sido incapaz de coordinar piernas y brazos. Era propensa a tropezar con cualquier cosa y sus malas notas en trabajos manuales y gimnasia siempre le restaban unas décimas a sus excelentes calificaciones en el resto de las materias. Además, debía padecer el extraño síndrome de los dedos de trapo, pues los objetos tenían una inquietante tendencia a resbalar entre ellos. Había necesitado muchas clases de baile para que sus largas extremidades alcanzaran una mínima sincronización cuando las ponía en
movimiento.
―¡Estúpido Mataperros! ―Lo escuchó escupir entre dientes.
Él se puso en pie como si no lo hubiera oído y observó a los otros dos, que enseguida le habían cogido el tranquillo a aquellas incómodas extensiones en los pies y ahora jugaban a perseguirse, muy divertidos.
―Ahora caminad hacia ese abeto y recordad: subida, fijación suelta; bajada, posición fija.
El presentador y Kyungso ―quien a pesar de llevar la cámara al hombro se movía con soltura mientras grababa sin cesar― fueron y regresaron del árbol media docena de veces. Luhan, entretanto, avanzaba penosamente hacia el mencionado abeto. Los pantalones y la chaqueta de su anorak, casi blancos por la nieve que se había adherido a ellos, daban mudo testimonio de la cantidad de veces que había caído al suelo. Eso sí, era tan cabezota que Sehun dio por hecho que llegaría a la meta o moriría en el intento. Con decisión, el pelirrojo levantó una pierna en un ángulo tan extraño que, cuando la dejó caer, estuvo a punto de perder de nuevo el equilibrio. Sehun, quien a pesar de mantener a los otros dos controlados en todo momento no le quitaba ojo, contuvo una carcajada y se sintió dominado por una oleada de ternura tan arrolladora, que se vio obligado a reprimir el impulso de correr hacia el, alzarlo entre sus brazos y besar aquel precioso rostro, congestionado por el aire frío y el esfuerzo, un millar de veces.
―¿De verdad crees que debe venir con nosotros? Quizá fuera más prudente dejarlo en el campamento. Hasta mi sobrina de seis meses se mueve con más gracia.
Kyungso, que había aprovechado para descansar un rato, grababa con los labios contraídos en una mueca sarcástica los esfuerzos que hacía su rival para recorrer los pocos metros que la separaban del abeto y no se molestó en bajar la voz. Luhan looyó y apretó los dientes. ¡Lo conseguiría!, se juró, apartando un mechón rojizo que se había escapado de su gorro y se pegaba a su frente sudorosa. Conseguiría llegar hasta aquel maldito árbol, que parecía alejarse dos pasos cada vez que el avanzaba uno, aunque le costase su último aliento. Les enseñaría a ese brujo maleducado y al cretino del Mataperros de lo que era capaz. ¡Los Xiao jamás se rendían! Y, si no, que se lo preguntaran a su padre, pelirrojo como el, que se pasó tres semanas encerrado en el comedor de su casa hasta conseguir hacer un castillo de naipes con la baraja completa.
Inhaló una nueva bocanada de ese aire helado que le hacía arder los pulmones y siguió caminando con decisión. Casi un cuarto de hora después se detuvo, muy sofocado, frente a su odiado instructor con la barbilla alzada en un claro desafío. A pesar de que estaban a cero grados, Sehun no llevaba gorro y la ligera brisa hacía ondear de un modo seductor los mechones casi negros y un poco más largos de lo debido.
―¡Lo conseguí! ―exclamó sin aliento.
―Lo conseguiste ―admitió él con voz suave, al tiempo que echaba un vistazo en dirección hacia la llanura donde Kyungso y Jongin se entretenían echando una carrera. Entonces, con un movimiento inesperado, sujetó la afilada barbilla entre sus dedos enguantados y se inclinó para depositar un beso, rápido pero abrasador, en aquella boca tentadora que se entreabría, jadeante, antes de dar media vuelta y alejarse a toda velocidad.
Una vez más, una estupefacto Luhan permaneció observándolo mientras se
alejaba, incapaz de reaccionar. Muy despacio, se llevó las yemas de los dedos a la boca y tuvo la sensación que el calor de los labios que acababan de posarse en el atravesaba la gruesa tela de sus guantes.
Siguieron practicando con las raquetas hasta que el cocinero les llamó a comer, y por la tarde continuaron las lecciones: de primeros auxilios; explicaciones sobre el uso del material de la larga lista que la secretaria de WildEnterprises les habían hecho llegar antes de emprender el viaje; funcionamiento del teléfono vía satélite; más explicaciones sobre los posibles peligros que entrañaba la proximidad de un animal de las proporciones del oso de Kamchatka... Hasta aprendieron a hacer nudos marineros y a lanzar un lazo de cuerda alrededor de una estaca que Quikil había clavado en el suelo del claro frente a las cabañas, bajo la supervisión silenciosa del rastreador koryak. Ni que decir tiene que Luhan no logró deslizar el lazo por la estaca ni una sola vez, así que no le quedó más remedio que aguantar con cara de circunstancias los comentarios burlones de Kyungso e, incluso, las palmaditas, odiosamente paternalistas, que le dio su novio en la espalda. El sol empezaba a ponerse cuando Sehun decidió que ya era suficiente. Con un suspiro de alivio, Luhan se derrumbó en el tronco que solía ocupar junto a Jongin y devoró la cena sin decir ni una palabra, lo que a su detestado enemigo le dio una idea bastante precisa de hasta qué punto estaba agotado. En cuanto terminaron, fueron a acostarse; habían trabajado duro y al día siguiente debían madrugar bastante. Aquella noche, Luhan tan solo se molestó en quitarse un par de capas de ropa antes de meterse en el saco y quedarse profundamente dormido.

Te odio pero, besameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora