II: La Decisión

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A penas puso un pie dentro de la mansión supo que nunca había visto una decoración tan elegante y etérea como aquella. Le apetecía pasar horas mirando el papel tapiz de las paredes, los cuatros y tapices que las vestían, las lámparas colgantes, las alfombras y el mobiliario. Todo lucía impecable, como si recién saliera de la fábrica.

—Tengo que pedirle que me entregue cada una de las armas que lleva consigo —pidió el mayordomo, sacándola de sus pensamientos—. Solo se le permitirán en casos de emergencia o cuando sea digna de confianza. Lo que suceda primero.

Explicó, con el que ya había caracterizado como su tono personal; sereno, educado y elegante, tal como se esperaba de un sirviente de su alta clase. Ella desconocía a los dueños de semejante mansión pero podría apostar todo lo que tenía, que era bastante poco, a que se trataba de una familia aristócrata o con negocios muy bien valorados, quizás ambas opciones.

Mientras veía la gran lámpara de cristal en el techo fue deshaciéndose de cada uno de los cuchillos que guardaba; en su falda, su corsé, entre la tela y su piel. Un total de cinco, sin contar el que había perdido en el callejón. Por último, entregó pequeñas bolsas que llevaba ocultas en el cinturón que le ceñía la cintura; dos tipos de veneno. Uno servía para infectar una herida, aumentando el dolor de una herida normal a penas abría la piel mientras que el otro conduciría a una muerte entre convulsiones agónicas. Todo fue a parar a una bandeja de plata que Sebastían mantenía a pocos centímetros de ella.

—¿Si no tendré armas qué se supone que es lo que haré? —cuestionó, con una ceja elevada y cruzándose de brazos.

Sebastían tenía que admitir que de no ser por su tamaño y complexión, resultaría medianamente atemorizante o al menos impondría un poco. Pero la realidad es que no podía dejar de asemejarla con un cachorro disgustado.

Dejó la bandeja en una mesa a pocos metros de ellos, de dónde tomó prendas negras y otras blancas, todo perfectamente doblado y planchado. Se lo entregó, ella las tomó con algo de desconfianza luego las acercó hacia su nariz e inhaló; olía bastante bien pero no consiguió reconocer el aroma que despedía de ellas.

—Se ocupará de labores domésticas igual que todos los sirvientes de la mansión Phantomhive —explicó—. Sin embargo, únicamente seleccionamos para éste puesto a personas excepcionales, que puedan proteger al Joven Amo si llega ocasión. Pero por otro lado, es fundamental mantener el anonimato con el exterior; solo el Joven Amo y yo sabemos qué son capaces de hacer. Nadie aquí es un trabajador doméstico común, pero desde afuera solo ven sirvientes un tanto torpes pero entregados a sus tareas y primordialmente; fieles a su Amo.

—No soy una sirvienta, soy-...

Sebastían le puso el índice sobre los labios, haciéndole callar.

—La criada de Lady Thirwall pero que echaron debido a su madre asesinada que ejercía la prostitución —continuó él, ella vio el brillo peligroso en sus ojos; supo que no debía decir nada más allá.

—Entendido —aceptó, sin borrar la hostilidad de sus orbes.

—Déjeme decirle que será bien recompensada por su trabajo y fidelidad pero la traición es intolerable, si entiende lo que quiero decir.

—Comprendo —asintió, claro que entendía la amenaza implícita en las aterciopeladas palabras.

—Puede cambiarse en el armario de allí —le señaló el pasillo a su izquierda—. O volver Londres, en la entrada hay un carruaje que la esperará para llevarla. Tiene un cuarto de hora para hacer una decisión. Si se quedará, la esperaré justo aquí el mismo intervalo de tiempo mientras tanto prepararé té para el señorito.

Un Mal Augurio | Ciel Phantomhive |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora