I: Reclutamiento

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Ella era el tipo de persona que no resaltaba de la multitud, cualquiera que la veía la olvidaría con facilidad; no había nada especial en su apariencia. Cabello negro, piel blanca, ojos grises y mejillas sonrosadas, algo menuda y delgada, lo que le otorgaba aspecto endeble.

Sin embargo, solo era en apariencia.
Escondía secretos, muchos secretos, podría decirse que su sola existencia era uno.

Nació como hija bastarda de un conde de Francia, demasiado influyente para que su imagen se viese mancillada por un vástago fuera de matrimonio. La esposa legítima atentó contra la vida de su madre y la de ella, contando a penas con sus primeros meses de vida. Como consecuencia, su progenitora dejó del país despavorida, en busca de un nuevo comienzo, la protección del anonimato y una vida estable para su pequeña con pocos meses de haber nacido.

El trayecto fue largo, arduo, parecía no tener fin hasta que llegó a Londres donde se acentuó en un barrio bajo, estaba muy lejos de ser un buen vecindario pero después de tantas adversidades parecía que su pequeño y curtido departamento era el más elegante de los palacios.

Creció como una pequeña sin apellido, sin origen. Su madre la nombró Shaena, en honor a la abuela que la sacó adelante cuando su madre la abandonó. Poco supo de su padre o su país, el tema lastimaba la herida de la mujer que le dio ma vida por lo que desistió de las preguntas; no sacaba nada de saber, no era indispensable.

Tenían una vida sencilla, tranquila. La madre de Shaena no ganaba lo suficiente para pagar la matrícula escolar por lo que no pudo aducarse correctamente, sin embargo, aprendió el francés de su madre pero el inglés de las calles. Su progenitora también consiguió aprender el idioma, pero con un acento bastante marcado.

Shaena trabajaba como sirvienta para una familia bien posicionada, sus tareas variaban dependiendo de las exigencias de la señora; desde lavar y planchar la ropa, pasando por la cocina llegando hasta hacer recados o remendar ropa. Por otro lado, no sabía escribir ni leer pero a nadie parecía importarle ¿por qué sería relevante que una criada ignorara las letras y todo su significado?

La vida para ella no prometía la gran cosa pero siempre había comida en la mesa y cómo cubrirse del frío; todo cambió increíblemente rápido, con un golpe certero, catastrófico, nefasto.

El cadáver de su madre se halló en un motel de mala muerte, ensangrentado y mutilado. Ése mismo día se enteró de que su madre se dedicaba a la prostitución, aspecto que siempre ignoró. No la habría juzgado, deseó que hubiese confiado en ella pero aunque, eso tampoco la habría salvado de las macabras manos de Jack el Destripador. Su vida se tornó negra, una catástrofe de magnitudes inimaginables, se sentía en un mar de confusión que la arrastraba, la arrollaba y la ahogaba.

Con sus catorce años se vio obligada a salir adelante sola, sin el apoyo económico de su madre era incluso más difícil a pesar de estar sola. Pasaba más tiempo en las calles y al enterarse del escándalo, su empleadora la despidió alegando que no necesitaba a «la hija de una puta dejando su peste por donde pasaba»

Terminó viviendo en las calles, donde tuvo que pelear para sobrevivir. Unos meses más tarde, tomó una drástica decisión; aceptó el dinero que le ofrecían por envenenar la bebida de una persona, alegando que por su tamaño podría escabullirse con facilidad. Hizo tan buen trabajo que su empleadora no pensaba desperdiciar el ejemplar espécimen que era, pues no todos poseían la habilidad de pasar desapercibidos sin siquiera tener la intención de ello.

Con el paso de los años se hizo tan buena que escondía perfectamente media docena de dagas bajo su vestido, conocía cada punto del cuerpo humano capaz de conducir a una hemorragia mortal y podía preparar compuestos tóxicos con una destreza impecable, pudiendo envenenar a alguien con un aguja y un apretón de manos. Hubo tantos que contrataron sus servicios que pronto se costeó lujos con los que solo había soñado, vestidos de terciopelo y seda, también una que otra joya discreta. A pesar de tener el dinero no podía exhibirlo ¿cómo no se preguntarían como una chica sin apellido conseguía semejantes riquezas?

Para su mala suerte, parecía cargar con una maldición; nada bueno le duraba demasiado. Al ser una organización criminal, la policía dirigió a ella su atención tras el asesinato del primogénito de un vizconde. Una noche oscura de verano el calor era insoportable, la hacía sentir cansada, los perros ladraron y un infierno se desató en la pequeña pero próspera organización.

Todo pasó demasiado rápido, en un momento estaba en medio de un enfrentamiento con armas de fuego, poco después escabulléndose por una ventana y más tarde corriendo por los tejados, demasiado absorta para siquiera maldecir su suerte. Corría y saltaba de casa en casa hasta que saltó hacia unas bolsas de basura que sirvieron para amortiguar el golpe, se estaba levantando para refugiarse en la oscuridad del callejón cuando chocó con alguien, por reflejo extrajo una daga de entre la falda de su vestido y con el corazón latiendo desbocado, apuntó al hombre frente a ella.

Todo vestido de negro, con el rostro semi-cubierto por la oscuridad y el alto cuello de su abrigo.

—Quítese o le haré daño —amenazó, sin bajar su arma blanca.

—No hará falta, señorita —le dijo él, con un tono cordial y educado. A ella le extrañó, no es la manera en la que un hombre de los barrios bajos de Londres hablaría—. Tiene dos opciones; se queda aquí donde la policía no tardará en hallarla o viene conmigo para una nueva vida, donde estará segura pero deberá poner a disposición del Amo cada una de sus habilidades.

—¿Cuáles habilidades? —inquirió.

—Como por ejemplo, rápido y casi imperceptible que ha envenenado esa daga —respondió, como quién hablaba sobre algo tan mundano como el pronóstico del clima.

Ella respiró hondo sin abandonar su constante estado de alerta, apretando la mandíbula. Pudo escuchar las sirenas cercanas que le ocasionaron un escalofrío; si la atrapaban no dudarían en llevarla al calabozo donde la torturarían para obtener toda información útil y finalmente la condenarían a muerte.

¿Que otra opción tenía?

—Acepto, pero ya sácame de aquí.

No tuvo que repetirlo. Él la cargó con brazos como si fuera menos que un costal de harina y la daga cayó al piso, se alejaron tan rápido que habría podido segurar que volaban de no ser por la sensación en su estómago cada vez que descendían. El viaje duró varios minutos en los que se tapó el rostro con ambas manos, asustada y reprimiendo las náuseas.

Cuando al fin se detuvo, una magistral mansión se erguía con clase y elegancia. Era la edificación más hermosa que había visto, desde la estructura en sí, hasta los jardines de rosas blancas en el exterior.

Reparó que aún seguía en los brazos de aquél hombre, aferrada a él; rompió el agarre y se hizo hacia atrás, apartándose con un movimiento que casi le cuesta el equilibrio. Estaba confundida, asustada, conmocionada, no pensaba con claridad.

—¿Quién eres tú? —exigió saber.

—Sebastían Michaelis, el mayordomo de la familia Phantomhive, señorita —respondió, con la misma elegancia que antes. Se quitó el sombrero de copa y el abrigo con cuello alto.

Ella jamás había visto unas facciones tan perfectas, parecían esculpidas a mano por el más talentoso artista pero lo que más llamó su atención sobre el alto y pálido pelinegro fue el brillo rojizo que pudo ver en sus ojos, la alertó por igual. Quiso atribuirlo a un efecto de la luz de los faroles que los rodeaban.

—Le ruego que me acompañe, señorita. El Joven Amo seguramente desea verla —pidió, haciendo un gancho con su brazo, esperando que ella lo tomase.

La chica dudó, por un momento deseó correr, alejarse de ése extraño individuo y esconderse en la densidad del bosque pero luego de recordar su viaje hasta allí... ¿qué posibilidades tenía para escapar?

Sujetó el brazo de Sebastían Michaelis con resignación, ambos caminaron por el sendero que los llevaría al interior de la mansión donde un Joven Conde los observaba por la ventana.

Un Mal Augurio | Ciel Phantomhive |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora