Contraproducente.

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DE LO CONTRAPRODUCENTE I

Frente a la "conciencia natural" Hegel es decepcionante: el ser vivo no se entiende nada sin su contrario, es decir, la muerte. Si el "sujeto" en cuestión es el espíritu, peor, porque, lo sepa o no, es histórico: tiene que mostrar él mismo su devenir-otro de sí. La idea de que todo es sustancia-sujeto es enloquecedora. La conciencia, a semejanza de la baraja, está como de cabeza. Se desdobla sin cesar, pero además no se sabe por qué motivo el hombre tendría que emprender el camino de la "proposición especulativa" -de la filosofía- apartándose de la vía de la conciencia natural. Según Hegel, por mera desesperación. ¿En serio? Propio del idealismo alemán es una torsión de la naturaleza: en tanto autoconciencia, el hombre es el único animal que tiene a su propia animalidad como enemiga; el único ser que, para ser, tiene que ponerse por encima de la naturaleza. En términos hegelianos, se trata de elevarse por el umbral de la supervivencia al del reconocimiento. Un hombre no llega a serlo si no es por medio de otro. Y este reconocimiento no es una dádiva: ha de arrancarse al otro, dando pie a la celebérrima dialéctica del Amo y del esclavo. Allí exactamente nace el Espíritu: un ente superior a los individuos (humanos) y que los somete a su lógica. En este, como en otros puntos, Hegel se parapeta en una concepción no griega, sino abiertamente cristiana, de lo social. Es la importancia moderna del individuo sobre la comunidad ideal (que pasa a ser precisamente eso: ideal). Lo decisivo es que en su peralte del individuo persiste la referencia a una unidad espiritualmente superior que lo trasciende. No importa si es una ciencia -un saber- o una iglesia -una fe-: basta con que al individuo se le reconozca. De allí se deriva prácticamente toda la Fenomenología del Espíritu. El miedo a la muerte se transforma en dominio del objeto; y este dominio desemboca en un triunfo del Espíritu (que siempre sale ganando). "Lo que Hegel nos dice, por lo tanto, es que el devenir de la subjetividad humana es un proceso complejo de elevación de la naturaleza hacia el espíritu. Esta elevación revela, por un lado, la condición intersubjetiva del yo y, por otro lado, retiene los dos momentos de aquella lucha: el orgullo noble de saberse superior a la vida y la angustia de quien se sabe siervo de ese señor absoluto que es la muerte" (Eduardo Álvarez, "La autoconciencia: lucha, libertad y desventura", en F. Duque (ed.), Hegel. La Odisea del Espíritu, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2010, p. 98). La fuerza de la autoconciencia emana de la conciencia de la muerte. Y ésta procede de aceptarse mortal, pero "trascendiendo así su sujeción al mundo natural" (p. 99). La trascendencia de la naturaleza es un dogma inexpugnable: el Espíritu está opuesto a ella y le es infinitamente superior. Estamos en el capítulo IV de la Fenomenología; toda una descripción de la emergencia de la subjetividad humana. Se transita -como manifestación de la libertad-del estoicismo al escepticismo y se llega a la conciencia desdichada: el pensamiento en su impotencia y dignidad, el pensamiento en su negatividad y, por último, el pensamiento desgarrado entre la acción contraproducente y la renuncia al mundo. ¿Se ha eludido o pospuesto al infinito el momento de la reconciliación? Hay sin lugar a dudas un Hegel casi trágico: "(...) el momento de la escisión, no sólo con el objeto, sino también como división interior al yo, es consustancial a la subjetividad y expresa la inquietud que impulsa el movimiento del espíritu. Ahora bien, la conciencia desgraciada aísla ese momento y fija en él la esencia de la autoconciencia. Y aunque Hegel explica que la experiencia envuelve también el momento de la reconciliación entre el saber y su objeto, en el cual el sujeto parece alcanzarse momentáneamente a sí mismo, se trata en realidad de una unidad inestable cuyo desequilibrio mostrará de nuevo la negatividad que recorre toda forma de experiencia humana" (p. 106). Un Hegel lúcido que -a diferencia del Schelling místico- sigue apostando por la vía racional, científica, ordenada, hacia el Absoluto. Nada de saltos del genio. Incluso hay un Hegel inmoralista (es quien escribe las páginas dedicadas al placer; el corazón y la virtud). El placer sin ataduras es Fausto; la ley del corazón es -con ciertos excesos- la de Karl Moor, protagonista de Los bandidos de Schiller, pero también sería Pascal; por último, e igualmente fracasado, estaría la virtud y el orden del mundo, representado por el caballero de la virtud que es alternativamente Don Quijote o Shaftesbury. El resultado es siempre mismo: el descrédito de la moral: "Condensada finalmente en el último acto del corazón engreído del fanático, lo moral es la tragedia, la verdadera y sentimental tragedia de quien se castiga a sí mismo con un bello acto de caridad privada y cree refugiarse por fin en la virtud. La moralidad no sólo es, entonces, el fracaso de lo público y la consecuente retirada a lo privado sino, sobre todo, su sustitución por la visión propia del mundo" (Antonio López Ramos, "El devenir de la moralidad", en op. cit., p. 143). La moral es siempre contraproducente.

AUTOR: Sergio Espinosa Proa, en: Planeta Posmetafísico

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