5 Complicacion

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Un cliente nuevo y un montón de dudas

El primer jueves de cada mes, mamá es la encargada de contar cuentos en la Biblioteca de La Casa Lamm. Por eso me venía perfecto que Tormenta me hubiera citado precisamente allí ese día, en que de todos modos tenía que ir. Era la primera sesión de cuentacuentos de mi mamá desde que nació el jitomate, y mientras ella subía al escenario con su gran sombrero y asombraba a todos los niños que siempre van a escucharla, a mí me tocó cuidar de mi hermano. Y sin subida de la paga ni nada. Un fastidio total. 🙄

Aquella tarde llegamos un poco antes de la hora a la que me había citado Tormenta y comencé a dar vueltas por la sección de películas, para reconocer el terreno. Quería asegurarme de que sabía bien dónde estaban las de acción, para estar en el lugar adecuado cuando llegara el momento. Mamá me dejó al jitomate bien arropado y metidito en su jitomatera (es decir, en el cochecito) y se marchó a cambiarse de ropa. Le observé durante un minuto: el jitomate estaba en fase de desconexión. Perfecto, porque allí había alguien que tenía importantes negocios por hacer. ¿Y dónde se ha visto una mujer de negocios cuidando de un bebé?

Escondí el cochecito detrás de unos archivadores de revistas y me senté delante de la zona de pelis de aventuras, con cara de chica ruda como Salvaje Azul (bueno, en verdad me limité a ponerme muy seria). Cuando mamá ya maquillada y con su sombrero de contar cuentos sobre la cabeza, comenzó la sesión, era casi la hora de mi cita con Tormenta. El escenario quedaba al fondo del patio, y desde donde yo estaba no se veía muy bien, pero escuché perfectamente su voz por el micrófono cuando presentó la sesión diciendo:

—Lo primero, quiero agradecer a todos los que han venido que no me hayan olvidado en estas semanas de ausencia. Si recuerdan, la última vez que me subí a este escenario estaba muy gorda porque iba a tener un bebé. Y hoy puedo volver a hacerlo porque tengo una ayudante muy servicial. Por eso quiero dedicar los cuentos de hoy a la personita más especial de mi vida, aunque no voy a decir quién es, porque no le gusta que diga su nombre en público (es muy penosa, además de un poco despistada). Y se los dedico porque si no fuera por ella, que me ayuda, no podría estar en este escenario. Y también porque la historia que les voy a contar fue durante muchos años su favorita, desde que nos la inventamos juntas una tarde de mucho frío en que salíamos del colegio agarradas de la mano.

Mi madre me miró y me guiñó un ojo. Yo sentí como un sofoco que me subía por la nuca me calentaba la cabeza como si me la acabaran de meter en el microondas. Supongo que nadie en aquella sala tan abarrotada tenía ni idea de lo que mi madre acababa de explicar. Excepto yo, claro. Yo conocía cada detalle: la personita del que hablaba era yo y el cuento que venía a continuación se llama: La paloma que perdió su mejor pluma en el patio de un colegio. Y mi mamá tenía razón: la inventamos juntas. Aunque de eso hacía mucho-pero-mucho tiempo, cuando aún necesitaba a mamá para regresar a casa todos los días.

Pero lo que más me pegó fue que se refiriera a mí como "la personita más especial de mi vida". Empecé a sentirme fatal. Más o menos así deben sentirse los malos del cuento de traicionar a la princesa más bondadosa y mas guapa. En ese momento ví al chico pelirrojo, que se acercaba hacia mí. Caminaba con mucha seguridad hacia la zona de las pelis de aventuras y me miraba fijamente.

Pensé que solo podía ser él, mi cliente: Tormenta.

Me lo confirmó en el acto, cuando se detuvo a mi lado, se acercó a mi oído y susurró, con mucho misterio:

—Hola, Grandurazno. Soy Tormenta. ¿Trajiste a tu mamá?

¿Se imaginan qué hubiera hecho el lobo feroz si, justo cuando iba a comerse a la Abuelita, esta le hubiera dicho que era el lobo más guapo, más bueno y más inteligente de todos los lobos que había conocido en su vida?

Yo no creo que el lobo feroz sea en realidad tan desagradable como lo pintan. Más bien pienso que cuando escribieron el cuento tenía un mal día. De modo que le dije a Tormenta todo lo contrario de lo que había pensado que le diría.

—No sé quién es Grandurazno. ¿Tú quién eres? —disimulé.

Tormenta me miró entrecerrando los ojos con incredulidad. Abrió la boca dos veces, pero no dijo nada hasta el tercer intento, en que preguntó:

—¿Te estás rajando?

—No sé de qué me hablas —insistí, cada vez más sofocada.

Lo único que tenía claro en aquel momento era que tenía que largarme de allí cuanto antes. Y entonces... ocurrió un milagro familiar. El jitomate se comportó por primera vez como si fuéramos un equipo: se conectó de repente y comenzó a chillar, tan fuerte que muchos se volvieron a mirarle. Incluso Tormenta dió un salto.

Aquel fenómeno acústico me dió la excusa perfecta para irme de allí.

—Lo siento mucho, pero mi hermano tiene hambre. Tengo que irme —dije, empujando el cochecito para sacarlo de detrás de los archivadores de revistas.

Al sentir el movimiento, el jitomate se calló en el acto. Como el despertador cuando aprietas el botón alargado. Tormenta no quería darse por vencido tan pronto. Se puso delante de mí y me bloqueó el paso. El jitomate (en su cochecito) y yo, nos quedamos atrapados entre Tormenta y la sección de comedias románticas

—No me trago que no seas Grandurazno —dijo levantando la voz— y quiero saber de qué va todo esto y por qué te estás rajando.

Como si aquella repetición le hubiera molestado tanto como a mí, el jitomate comenzó a llorar de nuevo, esta vez más fuerte (que cuando el despertador de papá hace lo mismo). Pasó de cero a cien en medio segundo. Esta vez, Tormenta le miró con cara de verdadero susto y dio un paso atrás. No parecía tener mucha experiencia en jitomates y eso, la verdad, fue una inmensa suerte. Aproveché esta circunstancia y la usé para huir de allí empujando el cochecito tan rápido como pude.

—Lo siento, nos están esperando —dije, al mismo tiempo que Tormenta y su cara de malas pulgas tenían que hacerse a un lado para no ser arrollados.

Salí a la calle. Necesitaba respirar aire fresco, a ver si el efecto microondas de mi cabeza terminaba de una vez. Al jitomate pareció gustarle también, porque dejó de llorar, abrió los ojos y miró hacia el cielo azul oscuro, como si fuera un fenómeno muy extraño.

Ser un jitomate debe de ser una lata: hasta lo más normal, como que el cielo sea a veces claro y a veces oscuro, te parece algo rarísimo.

Cuando mi madre salió, me encontró sentada en un banco del parque, mirando cómo jugaban los otros niños, meciendo el cochecito. El jitomate, cansado de mirar, había entrado otra vez en fase de desconexión.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó enfadada. —Tenía mucho calor —dije.

Me regañó por no abrigar al jitomate y por tomar decisiones sin consultarle.

—Tienes que aprender a no pensar solo en tí, Juliana —dijo mi mamá, tomando los mandos de la jitomatera.

Uf, a veces las personas mayores piden cosas muy difíciles de cumplir.
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