La noche del 30 de noviembre de 1869, mientras una espesa lluvia azotaba la tierra y los tejados de las casas, y un viento endiablado y frigidísimo silbaba entre las desnudas ramas de los árboles, un vigoroso caballo salpicado de lodo hasta el cuello, y montado por un hombre armado de larga carabina, entraba a galope en Munfordsville, pequeña e insignificante aldea, situada casi en el riñón del estado de Kentucky, en la América del Norte.
Si alguno de los aldeanos hubiese visto a aquel hombre corriendo a horas tan avanzadas de la noche, y con tan horrible temporal, por las calles de la aldea, sin duda se habría apresurado a encerrarse en su casa y atrancar puerta y ventanas por miedo a tenérselas que haber con aquel siniestro jinete.
El cual, con su elevada estatura, su sombrero de fieltro adornado de una pluma, su amplio capote, sus altas botas de montar y su carabina, no podía menos, en verdad, de producir a primera vista alguna inquietud.
Más quien le hubiese mirado de cerca, se habría tranquilizado al punto. El rostro de aquel hombre era franco, abierto, nobilísimo, de frente alta y espaciosa, aunque surcada tal vez de precoces arrugas, ojos negros hermosísimos, algo melancólicos y coronados de grandes cejas, nariz recta y delgados labios sombreados de un tanto áspero bigote.
Apenas llegó el caballo ante las primeras casas de la aldea, el jinete que miraba atentamente a derecha e izquierda, como si buscase a alguien, metió la mano en un bolsillo interior de su chupa de terciopelo negro y sacó un magnífico reloj de oro.
—Las doce —dijo, acercándole a los ojos—. Con esta obscuridad, no será fácil encontrar la puerta. Pero ahora que me acuerdo, sobre ella debe de haber un canwass-bach disecado.
Y espoleando al caballo, que lanzó un sofocado relincho, atravesó a galope la aldea, y por fin se detuvo ante una casita casi desmantelada.
Miró con atención la puerta, y sobre ella vio clavado una especie de ánade con las alas desplegadas.
—He aquí el canwass-bach —murmuró.
Bajó de la silla, ató el caballo a los hierros de una reja, y llamó tres veces a la puerta, por cuyas rendijas salían algunos rayos de luz.
—¿Quién es? —preguntó una voz desde dentro.
—El ingeniero John Webber —respondió el jinete.
Al punto rechinaron los cerrojos, abrióse la puerta y apareció un hombre con una linterna en la mano.
Podría tener hasta treinta años, y era un mestizo de una estatura mediana, aunque muy membrudo, de piel obscura, ojos grandes, vivísimos e inteligentes, labios gruesos pero no abultados; nariz un poco aplastada y cabello negrísimo y rizado, como el de los negros. Su traje se asemejaba mucho al de los cazadores de las grandes praderas del Oeste: chaquetilla de tela burda con dibujos de cordoncillos azules, ancha faja ceñida al talle, pantalones de piel de gamo, grandes polainas y gorro de piel de zorra.
—¿Sois vos, señor? —preguntó dirigiendo la luz de la linterna sobre el ingeniero—. No creí veros con esta horrible noche.
—No temo a la lluvia ni al viento, Burthon —respondió el caballero—. Apenas recibí tu carta, salté sobre la silla y partí a galope. ¿Qué deseas?
—Ante todo, entrad, Sir John.
El ingeniero y Burthon penetraron en la cabaña. Halláronse en una salita pobremente alhajada, y alumbrada por un gran fuego que ardía en la chimenea. Había allí tres o cuatro asientos cojos, una mesa, sillas y guarniciones de caballo, varios fusiles colgados de un clavo, dos o tres fuertes cuchillos de los llamados bowieknife, algunos cuernos llenos, sin duda, de pólvora de fusil, y pieles de oso y ciervo puestas a secar.
ESTÁS LEYENDO
El tesoro de los Incas
AdventureUna traducción del célebre escritor italiano Emilio Salgari