Apenas entró el bote en aquel lago, cuando un magnífico espectáculo se ofreció a los ojos del ingeniero y sus amigos.
Hallábanse éstos, no ya en el interior de una caverna, sino en las entrañas de un gigantesco volcán apagado, que se alzaba en forma de cono, con las paredes cubiertas de viejas lavas, ora lisas, ora salientes y reentrantes, agrietadas y consumidas por el fuego. En la cima abríase un ancho cráter, cubierto de plantas trepadoras que se balanceaban a impulsos del viento exterior, y desde allí bajaba en línea recta un gran rayo color de oro, que se quebraba sobre las rocas de un pequeño islote situado en medio del lago.
-Soberbio espectáculo -exclamó Burthon.
-Magnífico -añadió O'Connor.
-Admirable -dijo Morgan, mirando el rayo de luz que bajaba del cráter.
-¿Es esto un volcán? -preguntó el mestizo.
-Sí, pero apagado -respondió Sir John.
-¿Se podrá subir al cráter?
-¿No ves que son lisas las paredes?
-¡Qué lástima! Daría un mes de mi vida por salir de aquí y respirar dos bocanadas de aire calentándome al sol.
-El aire lo respirarás aquí abajo, y el sol lo tomarás en aquel islote.
-Vamos, pues, a él -dijo O'Connor-. Allí podremos ver el sol a nuestro placer.
Morgan, Burthon y el marinero se inclinaron sobre los remos e hicieron volar al bote sobre aquellas oscuras aguas, que al agitarse exhalaban, cosa extraña, un olor ingratísimo. Remaron con tanta furia, que un cuarto de hora después llegaron al islote, graciosa roca de setenta u ochenta metros de diámetro y que se alzaba como una giba de camello, salpicada de masas de basalto negro y viejas lavas, apagadas quizá desde hacía muchos siglos. Burthon y O'Connor saltaron a tierra y clavaron sus ojos en la abertura del volcán, a pesar de que el rayo de sol caía a plomo sobre sus cabezas.
-Miradlo, miradlo -exclamó el mestizo, que seguía mirando, exponiéndose a quedarse ciego.
-Cerrad los ojos, imprudentes -les dijo Sir John.
-¿Por qué? -preguntó O'Connor.
-Porque perderéis la vista para mucho tiempo, si miráis de ese modo al sol. Hace muchos días que vuestros ojos no ven más que la luz de las lámparas.
-Allí hay más pájaros. Miradlos -exclamó Morgan.
El ingeniero miró hacia la abertura del viejo volcán y vio muchos puntos negros bajar del cráter y posarse a lo largo de las paredes.
-Es imposible matar ninguno -dijo-. Están a más de mil ochocientos metros de nosotros.
-Decidme, señor, ¿qué montaña será ésta?
-No es posible saberlo con certidumbre; pero, según mis cálculos, debemos de hallarnos debajo de la Sierra Madre. Vamos a recorrer el islote.
Sir John y Morgan dejaron al mestizo y al irlandés contemplar aquel rayo de sol, que tendía a desaparecer.
Y se encaramaron sobre la giba del islote. Las rocas eran en ciertos sitios duras y negras; en otros más blandas, grises y surcadas por antiguos restos de lava. En lo más alto de sus flancos abríanse algunas grutas, pero tan bajas y embarazadas de peñascos y lavas, que no era posible penetrar dentro. Morgan, que examinaba atentamente cada roca y Hendidura, descubrió algunos pequeños tallos de líquenes muy negros y duros, y hongos gigantescos que caían pulverizados apenas los tocaba.
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El tesoro de los Incas
AdventureUna traducción del célebre escritor italiano Emilio Salgari