Capítulo XX. El terremoto

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La nueva galería que los valientes exploradores iban a recorrer era la más ancha de cuantas habían hasta entonces recorrido y, sin embargo, ofrecía obstáculos difíciles de vencer.

Era muy alta, estaba sostenida por sólidas columnas que se perdían en las densas tinieblas, y tenía lo menos cuatrocientos metros de ancha. Por el centro, y entre dos orillas muy elevadas, descendía un río, embarazado unas veces por escollos ocultos que dejaban estrechos pasos, y otras, por altas peñas, contra las cuales estrellábanse las aguas con prolongado mugido.

Aunque aquella galería distaba más de un kilómetro del volcán, oíanse bajo ella sordos truenos que los ecos repetían sin cesar, y que aumentaban hasta el punto de hacer casi creer que detrás de sus paredes había otro volcán. De las bóvedas, que no parecían muy bien trabadas, desgajábanse a menudo, a causa de aquellos continuos fragores, peñascos de extraordinario tamaño, los cuales caían delante y detrás del bote, amenazando romper el cráneo a los hombres que lo tripulaban.

El ingeniero habíase colocado a proa con una larga barra, y la introducía muchas veces en la corriente para medir la profundidad de las aguas.

Morgan estaba detrás de su máquina con las manos en la palanca de la válvula, y dispuesto a cerrarla a la primera señal, y O'Connor y Burthon hallábanse a popa junto a la barra del timón.

Durante las primeras horas, el Huascar pudo avanzar con notable velocidad, a pesar de los obstáculos que a menudo le obligaban a rodear para buscar una salida; pero después los escollos a flor de agua y las rocas se hicieron tan numerosos que Morgan hubo de disminuir la velocidad a sólo dos nudos por hora. Casi al mismo tiempo los ruidos se hicieron más fuertes, y se esparció por el subterráneo un extraño olor que produjo violenta tos a los cazadores y al ingeniero.

-¿Qué diablo de olor es éste? -preguntó Burthon.

-No parece sino que alguien quema azufre -dijo el ingeniero.

-¿Habrá alguna solfatara por aquí? -observó Morgan.

-Sin duda alguna.

De allí a poco oyóse un agudísimo silbido. Los tres cazadores, miráronse entre sí con viva sorpresa.

-¿Quién silba? -preguntó Burthon.

Un segundo, después un tercero, un cuarto y un quinto silbido resonaron hacia la orilla derecha.

-¡Es el diablo! -exclamó O'Connor, con voz temblorosa.

-¡Vamos a ver qué es ello! -dijo el ingeniero.

El irlandés dirigió el Huascar hacia la orilla indicada, que aparecía muy alta, pero difícil de escalar. El olor de azufre se hizo entonces tan intenso que los cuatro hombres tosían sin cesar.

Otros cinco o seis silbidos se oyeron, mucho más agudos que los primeros.

-¡Cuernos de ciervo! -exclamó Burthon-. ¡Vaya una música!

El bote, guiado hábilmente por el irlandés, hundió la proa en un banco de arena que se destacaba de la orilla. Sir John, Morgan y Burthon, provistos de lámparas, saltaron sobre las rocas.

-Tened cuidado, Sir John -dijo el mestizo.

-Ayudándose con pies y manos, escalaron las rocas y llegaron a la cima de la ribera. Al punto aparecieron ante sus ojos varios conos de tres o cuatro pies de altura, unos con la punta truncada, y otros terminados en punta muy aguda.

El tesoro de los IncasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora