Capítulo XVIII. El volcán

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A doscientos o trescientos metros de proa oíase con bastante claridad una especie de mugido que debía provenir de algún violento raudal de agua. ¿Era un nuevo río que desembocaba en la hirviente caverna? El ingeniero lo creyó así.

Sacó del estuche el viejo y precioso pergamino y echó sobre él una rápida ojeada. En seguida encontró marcada allí la caverna que estaba el Huascar atravesando, y en la extremidad meridional de aquélla vio señalado un río que debía ser muy largo.

-¡Adelante! -ordenó con voz sofocada, guardando el documento.

El Huascar se puso nuevamente en camino, pero avanzó con precaución para no chocar contra algún escollo que podía hallarse en su rumbo. El ingeniero y el mestizo, encorvados sobre la proa y con las lámparas en la mano, miraban atentamente las aguas, tratando de averiguar lo que había tras aquella masa de vapores.

Habían recorrido cerca de trescientos metros cuando Burthon divisó a corta distancia una negra abertura, por la cual salía rugiente y espumoso un raudal de agua.

-¡Cuidado, O'Connor! -gritó volviéndose hacia el irlandés, que gobernaba el timón.

El Huascar penetró en el nuevo rio. Casi inmediatamente disminuyeron sobremanera los vapores y enfriáronse los objetos que poco antes abrasaban. Morgan metió una mano en aquellas aguas.

-Agua fría -dijo.

-¡Ya era tiempo! -exclamó Burthon-. Lo que es yo no podía más.

-Ha sido una prueba terrible, Burthon -dijo el ingeniero.

-Espero que no se repetirá. Pero ¿quién calentaba aquel agua?

-El fuego.

-Pues yo no he visto ninguna llama -dijo O'Connor.

-Las llamas cataban debajo de la caverna.

-De modo que si el fondo hubiese cedido...

-Habríamos caído en algún río de lava.

-¿Estamos acaso cerca de algún volcán? -pregunté el irlandés.

El ingeniero levantó una lámpara y miró atentamente las orillas del nuevo canal, que no distaban entre sí más de doce metros.

-Temo que sí -dijo luego-. Las orillas están cubiertas de inmensos cúmulos de deyecciones volcánicas, mezclas de basalto, tobas y arroyos de lavas y pórfido fundido. Lanza el bote a todo vapor.

El maquinista no se hizo repetir la orden. El Huascar, que avanzaba con una velocidad media de cuatro nudos por hora, aceleró muy pronto su carrera y avanzó como una flecha, a pesar de serle adversa la corriente.

Las riberas del nuevo río eran todavía más agrias e inaccesibles que las del anterior. Unas veces levantábanse rectas en forma de murallones sin grieta alguna y con anchas vetas graníticas; otras, mostraban, por el contrario, rocas agujereadas y partidas, cubiertas de arroyos de lavas de peñascos enormes y de pórfido fundido y hendidas por las grietas, a causa quizá de algún violento terremoto.

El ingeniero, que las examinaba con viva curiosidad, mostró a sus compañeros en ciento sitio una brecha inmensa, en la cual habíanse acumulado en cantidad extraordinaria las lavas.

El tesoro de los IncasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora