No se había engañado el ingeniero. Un vastísimo remolino, formado por el encuentro de dos rapidísimas corrientes, atraía hacia su centro al bote, el cual, saltando, crujiendo y bamboleándose, era poco a poco absorbido.
Burthon, O'Connor y Morgan, aterrados, cegados por las olas que saltaban a bordo, zarandeados por las desordenadas sacudidas del bote, pusiéronse en pie a la voz del ingeniero, y buscaron las lámparas. El maquinista encontró una, la abrió, y frotando una cerilla, la encendió. Un espectáculo capaz de helar la sangre al hombre más valeroso del mundo se ofreció al punto a sus ojos.
Por el lado Norte bajaba furiosamente el río que había arrastrado al vaporeto. Por el Sur descendía otro mucho más ancho, negro y espumoso; en el centro giraba el remolino, inmenso, siniestro, rapidísimo, erizado de olas y mugiendo horriblemente.
El Huascar, abandonado a sí mismo, corría por la terrible espiral, y ya no distaba más que seis o siete metros del centro. Un minuto más, quizá medio, y sería tragado y absorbido como menuda astilla.
Un grito de desesperación salió del pecho de los cuatro hombres, que se vieron irremisiblemente perdidos. Rígidos, agrupados unos junto a otros, pálidos de terror los unos, y de rabia los otros, contemplaban impotentes y como fascinados el gigantesco embudo que lanzaba bramidos formidables, repetidos por todos los ecos de las galerías y cavernas.
-¡Sir John! ¡Sir John! -gritó Burthon.
-¡Socorro, señor! -aulló O'Connor, loco de terror.
-¡A la máquina! -gritó Sir John-. Quizá no esté todo perdido.
Morgan se lanzó a la máquina, abrió el hogar y metió dentro la mano.
-¡Se ha apagado el fuego! -exclamó-. ¡Y además, la hélice está rota!
No había esperanza de salvación. El bote, falto de todo gobierno, avanzaba rápidamente, inclinado sobre estribor, siguiendo la pendiente rapidísima de aquel monstruoso embudo. La distancia disminuía por momentos, el círculo se tornaba poco a poco más estrecho, era inminente la catástrofe.
El ingeniero, impotente ante aquel monstruo, mil veces más fuerte que él, esperaba con extraordinaria calma a que el bote fuese absorbido. A su lado rugían O'Connor y Burthon. Morgan, dueño ya de sí mismo, se desnudaba tranquilamente, esperando tal vez salir todavía vivo de aquella tumba.
Los segundos pasaban rápidos como relámpagos. El bote inclinábase cada vez más a estribor, y a la rojiza luz de la lámpara, veíase a su proa hundirse y levantarse sobre las ondas enfurecidas.
No distaba ya más que dos metros del centro, cuando sobrevino a proa un choque, violentísimo.
Sir John comprendió al punto que algo extraordinario había acontecido. Un relámpago de esperanza iluminó tal vez su corazón. Lanzóse a proa; un segundo choque, pero menos fuerte que el primero, hizo vacilar y retroceder unos pasos al bote; inclinóse entonces Sir John hacia fuera, extendió las manos, y tocó un objeto duro y escabroso.
-¡Amigos! ¡Compañeros! -gritó-. ¡Ayudadme!
-¿Qué pasa? -preguntaron todos a un tiempo.
-Aquí hay un escollo -dijo Sir John-. Asíos a él y teneos firmes.
Los tres cazadores se agarraron a los salientes de la roca con desesperada energía, impidiendo así que el bote virase de bordo.
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El tesoro de los Incas
AdventureUna traducción del célebre escritor italiano Emilio Salgari