¿Qué iba a suceder? ¿Qué peligro amenazaba a los audaces buscadores del tesoro de los Incas? Nadie hubiera podido adivinarlo.
El ingeniero y los cazadores, asidos a los bordes del vaporcito, con la cabeza levantada, desencajados los ojos y filos en las horribles tinieblas, que quizá ocultaban una inminente catástrofe, esperaban el peligro, pálidos y con el corazón oprimido por una angustia indescriptible.
El Huascar, con el hogar atestado de carbón, adelantaba rápido como una gaviota, hendiendo las aguas con sonoro zumbido. Morgan había cargado las válvulas hasta el punto de hacer temer que la máquina estallase; pero nadie pensaba entonces en ese peligro, que no era, sin embargo, menos terrible que el que les amenazaba. Las planchas metálicas temblaban bajo los golpes de la hélice, que giraba desesperadamente entre las espumosas aguas, y el humo no hallaba espacio suficiente para salir del hogar.
El ingeniero, dueño todavía de sí mismo, escuchaba los rumores que venían de lo alto, y permanecía en pie sobre el banco de proa, junto a una de las lámparas. A pesar de los golpes precipitados de la hélice, y no obstante el rugir de la máquina y los silbidos del vapor, oía sobre su cabeza confusos fragores, sordos estruendos, unas como explosiones ahogadas, como lejanos derrumbamientos de avalanchas.
En vano levantaba la lámpara y se empinaba cuanto podía y arrojaba a lo alto carbones encendidos; la bóveda, sin duda altísima, permanecía siempre invisible.
Diez minutos iban transcurridos sin que la situación, o mejor dicho, aquella angustiosa agonía, hubiese cambiado.
El Huascar continuaba corriendo constantemente, bufando, mugiendo y revolviendo las aguas; y los fragores seguían creciendo siempre en intensidad, despertando todos los ecos de aquel lago, cuyos confines aun no se descubrían.
De allí a poco, una ancha gota de agua cayó sobre el rostro de Burthon.
-¡Llueve! -gritó éste.
-¡Llueve! -repitió el ingeniero.
Sobre la superficie del lago oyóse un intenso hervor que muy pronto se hizo vivísimo. Cosa extraña. Por todas partes llovía a chaparrón.
-¿Habrá nubes en este subterráneo? -preguntó O'Connor.
-No -dijo Sir John-; es que sin duda hay sobre nosotros un estanque subterráneo, y el agua se filtra por entre las rocas.
-Callad, señor -dijo Morgan-. Escuchad. En el fondo del lago se oyó un sordo fragor, semejante al que produce una catarata al caer de una gran altura; después percibiéronse estruendos formidables, como si cayesen grandes rocas en las aguas. Una ola enorme y espumosa vino a estrellarse contra el bote, que se agitó furiosamente.
-¡Cuidado con nuestras cabezas! -gritó Sir John-. ¡la bóveda se derrumba!
Un estruendo horroroso y espantable ahogó sus últimas palabras. La inmensa bóveda, sacudida quién sabe por qué fenómeno, se quebraba por cien partes. Rocas enteras, peñascos colosales, fragmentos de todas clases, se precipitaban de lo alto, surcando las tinieblas con sordos zumbidos, hundiéndose en el abismo y levantando las aguas a monstruosa altura. Aquí y allá derrumbábanse, junto con una verdadera tempestad de piedras, furiosos torrentes que lanzabas mugidos increíbles.
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El tesoro de los Incas
MaceraUna traducción del célebre escritor italiano Emilio Salgari