Capítulo XIII. El lago de petróleo

6 1 0
                                    

Si el ingeniero hubiese gritado: «¡Los tesoros de los Incas!», no se hubiese movido probablemente ninguno de los hombres que yacían como muertos en el fondo del bote. Pero aquel grito ahogado repetido tres veces, anunciando el agua, les hizo saltar en pie, como sacudidos por una descarga eléctrica.

Primero Morgan, después Burthon y, por último, O'Connor, alzaron con un esfuerzo supremo la calma, y luego se incorporaron sobre las rodillas, con los ojos medio apagados, los labios abiertos, agarrotadas las manos y el oído atento.

-¡El agua! ¡El agua! -repitió Sir John, asiéndose a la barra del timón.

Morgan dejó escapar un ronco gemido de sus agrietados labios.

-¿Dónde? -balbuceó-. ¿Dónde?

El ingeniero no respondió. Inclinado hacia adelante, desencajados los ojos y conteniendo la respiración, escuchaba presa de terrible ansiedad.

A lo lejos oíase un sordo fragor, como si un raudal de agua cayese de gran altura y se estrellase contra las rocas. No había duda. Como una media milla más arriba había una cascada, y tal vez de agua dulce.

-¡El agua! ¡El agua!

El maquinista se levantó con un esfuerzo desesperado, cogió un gran trozo de hulla, se acercó vacilante a la máquina y, abriendo el hogar, arrojó dentro el carbón.

Conforme avanzaba el Huascar, hacíase cada vez más claro el fragor de la cascada, y las dos enormes murallas de las orillas, que por varios cientos de millas habíanse mantenido altas y escabrosas, mostraban profundas hendiduras y pendientes más suaves. Quinientos metros más adelante bajó de improviso el nivel de la orilla izquierda, hasta no elevarse sino algunas docenas de pies.

Sir John, que tenía clavados los ojos en aquellas rocas, torció el timón a la derecha, mientras Morgan frenaba la máquina. El bote, arrastrado por su propio impulso, tropezó con la orilla, hundiendo la proa en un dulce declive.

-¡La catarata! -exclamó el ingeniero, con indefinible acento, señalando hacia la negra masa de las rocas.

Haciendo esfuerzos desesperados, los cuatro hombres salieron del barco, y ora caminando como beodos, ora arrastrándose como culebras y ayudándose siempre unos a otros, alcanzaron la cima de la ribera.

A treinta pasos de distancia una enorme columna de agua, después de un salto de más de cien meros, hundíase en el interior de un ancho estanque, rodeado de grandes rocas, despedazadas, roídas y pulverizadas por aquel formidable y continuo choque.

Sir John y sus compañeros, con un postrer esfuerzo, llegaron al estanque, y dejándose caer sobre sus bordes, hundieron ávidamente los labios, la cabeza y las manos en las frescas y limpias ondas.

Los desgraciados bebían, bebían insaciables, sin detenerse, casi sin respirar, lanzando gritos de triunfo y de loca alegría.

-¡Por fin, bebo! -gritaba Burthon, fuera de sí.

-¡Bendito sea San Patricio! -balbuceó el irlandés, que aspiraba el agua como una tromba.

Y los cuatro bebían, sintiéndola correr fresquísima por su boca y bajar a su estómago, tan abrasado como sus labios, su lengua y su garganta. Parecía que no iban a acabar nunca; que querían agotar el estanque y aun la misma columna de agua que saltaba sobre las rocas, salpicando sus cabezas y sus vestidos.

El tesoro de los IncasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora