Capítulo XXIV. Una luz

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A las dos de la mañana del 1 de diciembre, después de una noche tranquilísima, Sir John y sus amigos, pusiéronse resueltamente en camino, decididos más que nunca a alcanzar con rápida marcha a los hombres que les precedían.

El ingeniero, con una lámpara en la mano izquierda y un revólver en la derecha, iba el primero; detrás de él, y uno a uno, a usanza india, marchaban Burthon, O'Connor y Morgan. Este último llevaba también una lámpara y un revólver para impedir que los asesinos les atacasen de pronto por la espalda.

El nuevo subterráneo era muy amplio y el aire circulaba por él libremente; las paredes eran completamente lisas y estaban formadas por trapps, o sea, por capas horizontales de rocas sobrepuestas unas a otras y enteramente secas. El piso era también aridísimo, sin tierra ni arena, ni un solo guijarro.

El silencio que reinaba bajo aquella bóveda era capaz de impresionar a cualquiera. Fuera del paso de los hombres, repetido claramente por el eco, no se oía ni el mugido de un río, ni el murmullo de un hilo de agua, ni el chillido de un topo, ni el zumbar de un insecto.

-Este silencio me oprime el corazón de un modo extraño -dijo Burthon-. Antes teníamos el mugido del río y el bufar de la máquina, que nos alegraban; pero ahora parece que caminamos por un verdadero cementerio.

-Ya nos acostumbraremos, Burthon -dijo el ingeniero.

-Bien lo creo, señor; pero decidme: ¿será muy larga esta galería?

-El plano señala una galería recta, después una caverna, que es donde se halla el tesoro, y, por fin, otra galería. ¿Quién puede saber la extensión de estas galerías?

-Señor -dijo Morgan-. Me parece que este subterráneo sube.

-Yo también lo he notado, maquinista -respondió el ingeniero.

-¿A qué profundidad estamos?

Sir John se detuvo y miró el manómetro, que conservaba cuidadosamente guardado en un estuche.

-¡Hola! -exclamé-. Desde el otro día hasta hoy hemos subido notablemente, a pesar de nuestro descenso por él pozo.

-¿Cuánto hemos subido?

-Sólo estamos a ochocientos pies de profundidad.

-¡Diablo! ¡Y la galería continúa subiendo!

Reanudóse la marcha, por un momento interrumpida, y no cesó hasta que el reloj del ingeniero marcó las doce del día. Entonces O'Connor encendió fuego con la ayuda del mestizo y preparó una sobria comida, que fue consumida en un abrir y cerrar de ojos. Después de una siesta de dos horas, Sir John dio nuevamente orden de ponerse en marcha, la cual duró hasta las ocho de la noche.

Durante aquella primera jornada habían recorrido más de veinte kilómetros.

Durante la noche no sucedió nada extraordinario ni digno de mención. Ninguno de los cuatro hombres, durante su cuarto de guardia, oyó rumor ni vio persona ninguna.

A la mañana siguiente pusiéronse animosamente en camino con paso bastante apresurado. El ingeniero iba, como el día anterior, a la cabeza de todos, pon el revólver en la diestra y la lámpara en la izquierda, y Morgan cerraba la retaguardia.

El tesoro de los IncasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora