Capítulo 2. La orilla

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Toc toc.

El sonido retumbó en el silencio perturbando la quietud de su sueño sin sueños.

Toc toc toc.

Se abrió paso a través de la aterciopelada oscuridad que lo arropaba y que lo invitaba a dormir como solo duerme un recién nacido, libre de toda emoción nociva, de temor, de culpa, de todos los fantasmas que el ser humano recoge en su torpe paso por la vida y que lo lastran hasta el día de su muerte. Renacido, tocado con la bendición de la paz de espíritu, Enjolras abrió los ojos a una habitación llena de rayos de sol.

Toc toc toc toc toc.

El resplandor dorado se abría paso a través del ventanal del salón. Al otro lado de aquel cristal había un balcón que se asomaba a París y a la luz de una mañana despejada. Enjolras recordó dónde estaba. Se incorporó en el sofá en el que había pasado la noche y fijó la vista en la puerta. Los golpes eran cada vez más insistentes.

­­―¿Grantaire? ―llamó hacia las escaleras que conducían al piso superior. Nadie respondió, pero una voz de mujer llegó desde fuera.

―¡R! Soy yo.

Enjolras apartó las mantas y se levantó, descalzo y vestido con el pantalón de pijama y la camiseta que Grantaire le había prestado, y subió las escaleras. Encontró la puerta del dormitorio abierta y la cama deshecha, pero ni rastro de su anfitrión.

­­―¡R, me estoy helando! ¿Quieres abrir, por favor?―pidió la mujer en un tono que pretendía sonar amigable sin conseguirlo del todo―. Traigo café ―anunció como si fuera un soborno―. Y bollos.

Enjolras volvió a bajar y se detuvo al pie de las escaleras, preguntándose si debería abrir o si sería mejor dejar que se fuera. Pero ella no estaba dispuesta a rendirse y así se lo hizo saber al ausente habitante de la casa.

―Vale, sí, mensaje recibido: sigues enfadado, pero no finjas que no estás en casa porque te oigo caminar, capullo, así que abre de una puta vez y habla conmigo. Puedo estar así todo el dí...

Enjolras abrió la puerta. Se encontró frente a una joven de pelo oscuro y grandes ojos marrones que se abrieron de forma exagerada al verle. Enjolras intentó decir algo, pero la expresión de terror de la chica lo hizo enmudecer. Ella dio un paso atrás, pálida como la cera, y los dos vasos de café que llevaba en las manos cayeron al suelo.

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Enjolras abrió los ojos a una habitación llena de rayos de sol. En esta ocasión, lo hizo con un sobresalto y sabiendo exactamente dónde estaba. Acababa de estar allí... de despertar allí... hacía tan solo un instante. Abrumado por aquella sensación de déjà vu, se incorporó en el sofá y clavó la vista en la puerta, preparado para oír...

Nada.

Nadie la golpeó con los nudillos. Nadie llamó a Grantaire desde fuera.

Lentamente, la tensión se disipó y dejó paso a la confusión. Si se había tratado de un sueño, había sido increíblemente vívido. Casi podía oler el café derramado.

De hecho..., olía a café. Y había dos voces hablando en voz baja tras la puerta cerrada de la cocina. Una de ellas pertenecía a Grantaire (resultaba inconfundible por alguna razón), y Enjolras se levantó y la siguió. La otra voz, descubrió cuando empujó la puerta con cautela por si interrumpía una conversación privada, pertenecía a una chica...

A aquella chica.

―Buenos días, príncipe ―lo saludó Grantaire al verle.

Enjolras apenas lo oyó. Estaba paralizado frente a la joven mientras ella, indiferente, le devolvía la mirada.

La corriente dormida | Les Miserables Thriller/Modern AUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora