Capítulo 3. La isla

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Lo curioso sobre mañana es que no existe. Mañana no llega nunca. Mañana es siempre mañana.

Mañana era un martes de mediados de diciembre y la llegada del invierno se anunciaba con temperaturas bajo cero. Pero, aunque la escarcha tapizara las calles y se pegara a las ventanas, la calefacción caldeaba la casa y se estaba bien en la cama.

Enjolras se acurrucaba bajo el edredón que había acaparado mientras dormía formando un nido a su alrededor. Su cabeza reposaba en la almohada y su respiración era serena y pausada. Sin importar qué inquietudes lo asaltaran durante el día, sus noches eran siempre apacibles, y los fantasmas de su pasado no lo visitaban. No había ni un resplandor, ni una efímera chispa de sus recuerdos; aquella luz parecía haberse apagado para siempre, pero la oscuridad era acogedora y mansa. Allí se sentía seguro, y su sueño no se veía perturbado por aquella otra presencia.

No notó que la puerta del dormitorio giraba suavemente ni oyó el susurro de los pasos que merodearon a su alrededor en la azulada penumbra, deteniéndose un instante junto a la cama antes de abandonar la habitación. El reloj despertador marcaba, en brillantes números rojos, las 5:58 de la madrugada.

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Despertó siendo ya de día. La luz blanquecina de un cielo nublado se colaba entre los postigos de lamas de la ventana. Eran las diez y veinte de la mañana.

¡Joder!

Enjolras se puso algo encima y bajó las escaleras, cruzó el salón sin preocuparse del ruido de sus pasos sobre el suelo de madera y se sentó con expresión ceñuda en la mesa de café que había frente al sofá, donde un bulto roncaba suavemente debajo de una manta.

―Grantaire, ¿qué haces aquí? ―preguntó. Los ronquidos cesaron y un ojo verde y adormilado se asomó al exterior―. Esto no es lo que habíamos hablado.

―Eric, ahora no ―pidió Grantaire con voz lastimera.

Había insistido en que Enjolras durmiera en la cama cuando él tenía turno de noche en el hospital. Enjolras tenía sus reticencias, pero rehusar parecía una tontería propia de la persona terca y cabezota que estaba descubriendo que era. Por desgracia, su compañero era igual de testarudo y era la segunda vez que le apagaba el despertador mientras dormía.

Aquello no estaba bien. Y a Enjolras le gustaría poder decir que no se sentía bien, pero mentiría. Debería hacer lo correcto y salir de la vida de Grantaire de una vez por todas, pero... Pero entonces Grantaire saldría de su vida.

―Vete a la cama, anda ―le pidió.

Grantaire gruñó y se cubrió la cara con la almohada. Intentaba volver a dormirse, pero Enjolras no le dejaba.

―¿Qué hora es? ―quiso saber.

―Son más de la diez.

Otro quejido escapó de debajo de la almohada.

―Por lo menos haz café.

Enjolras lo preparó. Cuando regresó, Grantaire estaba sentado con la manta sobre los hombros. Tenía el pelo revuelto y estrellitas de purpurina pegadas a la cara. Enjolras intentó no sonreír.

―¿Qué? ―preguntó Grantaire.

―Nada. ―Enjolras le ofreció una humeante taza de café y se sentó junto a él para beberse el suyo a pequeños sorbos. Estaba muy caliente y sabía más a azúcar que a café―. ¿Qué tal tu día?

―Bien, bien ―dijo Grantaire de forma distraída. Pero después, mientras probaba el café, se detuvo un instante con la taza en los labios, pensando. Enjolras lo miró con preocupación, pero él lo notó y se recobró enseguida―. Bueno ―le dijo animadamente―, ¿dónde quieres ir hoy?

La corriente dormida | Les Miserables Thriller/Modern AUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora