Capítulo 4. El barco

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Aquella era la mejor hora para salir a correr: justo antes del amanecer, cuando apenas había tráfico y las calles estaban desiertas.

Enjolras nunca escuchaba música mientras corría. Le gustaba disfrutar del silencio de la ciudad nocturna con cada inspiración profunda y con cada pisada de sus zapatillas. El asfalto mojado brillaba con tonos irisados al reflejar las luces de los semáforos, que cambiaban de color sobre la calzada vacía excepto por un coche de policía que redujo la marcha al pasar junto a él. Era la cuarta patrulla que veía ese día, y en más de una ocasión le habían dado el alto, pero esta vez lo dejaron seguir y no lo molestaron.

Era casi de día cuando regresó a casa. Frente a la puerta del edificio, aparcada encima de la acera, divisó la moto de Montparnasse, que no estaba allí cuando salió a correr. Seguramente acabaría de volver de donde quiera que iba por las noches, pero ya había subido a su piso y Enjolras se alegró de no coincidir con él. No le evitaba (no se lo permitía a sí mismo), pero Montparnasse lo ponía muy nervioso y estaba claro que lo hacía a propósito.

Subió por las escaleras (el ascensor llevaba tiempo estropeado), y al entrar en la casa lo recibió un agudo pitido intermitente. Enjolras lo ignoró. Fue directamente a la cocina, se bebió media botella de agua y subió a darse una ducha rápida. La luz del sol ya atravesaba la cristalera del balcón, desvelando un salón más luminoso y amplio ahora que habían arrancado el viejo papel y pintado las paredes. Las estanterías suecas (que tardaron dos días en montar y de las que sobró una sospechosa pieza) contenían ahora los libros y objetos que tiempo atrás estuvieran en cajas o apilados en el suelo, aunque el nuevo sofá no había supuesto una gran mejoría; era tan incómodo como el anterior, pero de este no podían deshacerse porque todavía lo estaban pagando. La parte positiva era que no invitaba a remolonear y, bueno, que pasaban más tiempo en la cama.

Sobre todo Grantaire.

―Por dios, R. ¿Es que no oyes el despertador? ―le dijo Enjolras al bulto de debajo del edredón.

―Sí que lo oigo ―lloriqueó Grantaire con la cara hundida en la almohada―. Apágalo, por favor.

―Lo que tienes que hacer es levantarte. Vas a llegar tarde ―dijo Enjolras, inconmovible, mientras abría el armario para vestirse.

―Si hoy no trabajo.

―En el horario de la nevera dice que sí.

―¿A quién vas a creer? ¿A la nevera o a mí?

Enjolras supuso que le habría cambiado el turno a alguien, así que no insistió.

―Entonces sigue durmiendo.

―Ya no puedo ―le respondió Grantaire. Se había asomado al mundo exterior y había descubierto que Enjolras solo llevaba encima una toalla―. Me he desvelado de repente.

―Me tengo que ir ―respondió Enjolras a la sugerencia no formulada. Conocía demasiado bien aquel tono de voz.

―¿A dónde? ―dijo Grantaire con desdén.

―A trabajar... ¡R! ¡No! ―Tuvo que sujetar la toalla cuando Grantaire la agarró para atraerlo hacia la cama―. Grantaire, basta. Llego tarde, ¡de verdad!

―Ajá, conque tarde. ¿Quién es ahora el perezoso irresponsable?

―¿Perezoso yo? ―se indignó Enjolras. Estaba perdiendo la guerra por la toalla, pero eso sí que no.

―Qué guapo estás cuando te enfadas. Ahora sí que no te escapas.

Fiel a su palabra, Grantaire lo atrapó y lo metió debajo del edredón. Enjolras sería cualquier cosa menos un irresponsable, pero mentiría si dijera que se resistió.

La corriente dormida | Les Miserables Thriller/Modern AUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora