Había un ladrillo suelto bajo una de las chimeneas, y detrás de él un recoveco húmedo cubierto de verdín. Oculta en su interior había una bolsa de plástico grueso que contenía un teléfono. No funcionaba, no tenía batería. Varias gotas mojaron la pantalla negra.
Estaba empezando a llover y el viento húmedo agitó el abrigo de Enjolras mientras se ponía de pie para contemplar la imagen de la ciudad que ofrecía aquella azotea. La ligera llovizna dio paso a una lluvia más copiosa que golpeó la barandilla de forja con un rítmico tintineo. Se oía también el arrullo de las palomas que, con las plumas ahuecadas, se refugiaban bajo los aleros.
Enjolras dio la espalda a aquel lugar y al paisaje que estaba contemplando, a la vez familiar y extraño, y se guardó el teléfono en el bolsillo. Al hacerlo, encontró unas gafas en su interior y... algo más.
La más leve de las sonrisas le tocó los labios mientras miraba lo que tenía en la mano. Era un anillo; una alianza. "Combeferre y Enjolras", se leía en la cara interna. "5 de junio".
Enjolras se lo puso. Le quedaba grande; no era suyo, así que se lo colocó en el índice y salió de la azotea dejando la puerta abierta. Bajó las escaleras y cruzó el portal del edificio, pasando sobre el cordón policial arrancado por el viento. A un par de manzanas encontró una vieja cabina de teléfono. Introdujo un par de monedas que tenía en el bolsillo e hizo una llamada. Mientras marcaba de memoria, una moneda se le cayó y quedó girando en el suelo.
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Se reunieron al otro lado del río, cerca del Barrio Latino. Enjolras fue el primero en llegar, y ellos aparecieron minutos más tarde. Venían corriendo, exhaustos y sin aliento, y se detuvieron a algunos metros sin atreverse a ir más lejos. Enjolras se preguntó cómo sería para ellos verle a él allí de pie. Lo que les impedía acercarse era el abismo de más de dos años que se abría entre ellos, pero para Enjolras era como si se hubieran separado ayer.
Pero habían cambiado. Y él también. Combeferre no solía tener aquel peso sobre los hombros, y la falta de sueño se reflejaba en sus ojos. El cabello que caía sobre su frente preocupada era más largo que de costumbre y, aunque solía ir bien afeitado, lucía varios días de barba. Y no llevaba sus gafas. Ni tampoco su anillo. Enjolras tenía ambas cosas en el bolsillo de su abrigo, que era suyo también. Quería devolvérselo, pero él no se acercaba. Lo estaba mirando con una pregunta en los ojos:
¿Eres tú de verdad?
Fue Courfeyrac el primero en leer la respuesta en sus ojos. Corrió hacia él y lo abrazó sin dudarlo, y mientras lo estrechaba a su vez, Enjolras lo oyó llamarle entre risas y sollozos:
―Enjolras, Enjolras...
―Soy yo, Courf ―le dijo suavemente, sintiéndose arropado y en casa.
Courfeyrac estaba sonriendo con el rostro bañado en lágrimas. Se las secó, medio avergonzado, mientras le soltaba, y se hizo a un lado cuando Enjolras fue al encuentro de Combeferre, que estaba conmocionado y no podía moverse. Pero lo acogió entre sus brazos cuando Enjolras lo abrazó, y lo estrechó con tanta fuerza que Enjolras sintió los latidos de su corazón. Combeferre enterró los dedos en su cabello y le besó la sien. Olía tan bien, pensó Enjolras mientras respiraba en su piel. Lo sorprendieron sus propias lágrimas, que llegaron sin avisar y sin motivo alguno. Si, para él, se habían separado ayer...
―Ferre ―lo llamó, aunque no sabía qué quería decirle ni por qué le costaba respirar.
―Está bien ―le dijo él con aquella voz tranquila y llena de ternura que siempre lo calmaba. Combeferre poseía ese don, ese poder―. Vámonos a casa.
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La corriente dormida | Les Miserables Thriller/Modern AU
FanficUn raro don. Una página en blanco. ¿Se pueden enterrar para siempre los errores del pasado? *Historia ganadora de los Premios Versalles 2020 en la categoría Fanfiction*