Capítulo 5. La tormenta

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Habían quedado al día siguiente, pero Combeferre no se presentó.

Hacía más de media hora que Enjolras esperaba en aquel cruce entre la gente que iba y venía. El viento barría la hojarasca que tapizaba la acera y la llovizna intermitente empezaba a empaparle el abrigo. No había traído paraguas. Había salido del café a toda prisa después de pedirle a Cosette que lo cubriera una hora o dos. A Cosette no le importó, pero cuando Enjolras le pidió que no se lo mencionara a Grantaire, ella le miró como si no le conociera.

Enjolras se sentía como si lo estuviera engañando. Puede que fuera exactamente eso lo que estaba haciendo. Quería contárselo todo antes de volver a ver a Combeferre, pero no se había sentido capaz. Quizá hubiera sido más fácil de no haber habido algo entre ellos –es decir, entre Combeferre y Enjolras-, pero no se trataba solo de eso. Quería a Grantaire, de eso estaba convencido, y pasara lo que pasara sabía que no renunciaría a él ni a lo que ahora tenían. Lo que de verdad lo asustaba era todo lo que no sabía, y casi se sintió aliviado cuando Combeferre no se presentó. Pero no, se dijo; huir de los problemas no hacía que desaparecieran, así que no huiría de aquello por mucho miedo que le diera. No era con Combeferre con quien temía encontrarse, sino con Enjolras. Combeferre era parte de su pasado y encajaría o no en la vida de Eric, pero Enjolras era un extraño con el que tendría que convivir para siempre.

Pero eran más de las cinco y media y Combeferre seguía sin dar señales de vida. Enjolras decidió llamarle por teléfono, pero él no contestó. Entonces...

―Perdona.

Enjolras se giró. Frente a él había un joven más o menos de su edad. Parecía uno de esos que se pasan dos horas frente al espejo para conseguir ese encantador aspecto de recién levantado.

―Es que... mi móvil ha muerto y necesito enviar un mensaje ―se explicó el joven―. ¿Podría usar el tuyo un momento?

―Sí..., claro.

―Gracias, me salvas la vida. No tardo nada.

Se alejó unos pasos bajo la mirada impaciente de Enjolras, que temía que Combeferre lo llamara, pero su teléfono no sonó y el chico se lo devolvió enseguida dándole nuevamente las gracias. Tenía una sonrisa contagiosa y hoyuelos en las mejillas.

Enjolras esperó quince minutos más e hizo otras dos llamadas. Era evidente que le habían dado plantón, así que regresó al café.

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El teléfono dejó de sonar. En la pantalla apareció el aviso de las tres llamadas perdidas, y Combeferre se sintió aliviado de que no hubiera una cuarta. La tentación de responder era demasiado para él, pero había prometido que esperaría.

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―No digo que esté mintiendo ―le había dicho Courfeyrac la noche anterior.

La noticia de que Enjolras estaba vivo lo había hecho llorar de alegría, pero el resto de la historia le había dado mala espina.

―¿Pues qué intentas decir? ―exigió saber Combeferre. No podía creer que Courfeyrac, de todas las personas, se atreviera a insinuar algo parecido.

―Ferre, esta clase de cosas no pasan de verdad. Cuando alguien desaparece...

―Está vivo, Courfeyrac ―dijo Combeferre de forma tajante. No quería enfadarse con él precisamente ahora, pero lo que estaba sugiriendo simplemente no lo podía tolerar―. No me importa por qué ni cómo, ¿comprendes? Me da todo igual.

La corriente dormida | Les Miserables Thriller/Modern AUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora