Capítulo VI

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El día siguiente comenzó igual que el anterior: nos levantamos y nos vestimos antes del alba; sin embargo, esa mañana no tuvimos que lavarnos porque el agua de la palangana se había congelado. El tiempo había empeorado durante la noche, y el viento del nordeste, que se colaba por las rendijas de las ventanas del dormitorio, nos había hecho temblar de frío en las camas y había convertido en hielo el agua de las jofainas.

Creí morir de frío antes de que terminara la hora y media larga de plegarias y lecturas de la Biblia. Por fin llegó la hora del desayuno. Esta vez, las gachas no estaban quemadas: se podían comer, pero la cantidad seguía siendo escasa. ¡Qué pequeña era mi ración! ¡Habría necesitado el doble de la que me sirvieron!

Durante aquella mañana me incluyeron entre las alumnas de la cuarta clase y me asignaron tareas y ejercicios. Hasta el momento mi papel en Lowood había sido el de espectadora, pero ahora había llegado el momento de tomar parte activa. Al principio, al estar poco acostumbrada a aprender las cosas de memoria, las lecciones me parecieron largas y difíciles; me confundía el constante cambio de tareas y respiré aliviada cuando, a las tres en punto, la señorita Smith me puso en las manos un pedazo de muselina, aguja, hilo y dedal y me envió a una esquina a que cosiera un dobladillo. La mayoría de las chicas cosía a esa hora, pero una de las clases seguía leyendo en voz alta ante la señorita Scatcherd. El silencio de la sala permitía que pudiera oírse el contenido de la lectura, así como el tono de cada una de las chicas y los elogios o reconvenciones de la profesora. El tema versaba sobre la historia de Inglaterra; entre las alumnas distinguí a mi conocida del porche. Al principio de la clase, su posición era la primera de la fila, pero algún error o una simple falta de atención a los signos de puntuación la llevaron súbitamente al último lugar. Incluso en esa triste posición, la señorita Scatcherd no paró de mirarla ni un instante dirigiéndole frases del estilo de: «Burns —al parecer ese era su nombre, ya que las chicas éramos llamadas por el apellido como si fuéramos muchachos—, pon los pies rectos inmediatamente», «Burns, no saques la barbilla», «Burns, te he dicho mil veces que levantes la cabeza», «¡Burns, no voy a tolerar que muestres semejante actitud en mi presencia!».

Una vez se hubo leído un capítulo dos veces, los libros fueron cerrados y comenzó el examen. La lección había versado sobre parte del reinado de Carlos I y se formularon preguntas sobre tonelajes e impuestos que parecían difíciles de responder correctamente; sin embargo, toda dificultad pareció disolverse cuando llegó el turno de Burns: su memoria había retenido la información esencial de todo el tema y sus respuestas fueron prestas y exactas. Yo esperaba que la señorita Scratcherd elogiara su aplicación, pero en su lugar empezó a gritar:

—¡Qué niña tan sucia y desagradable...! No te has molestado en limpiarte las uñas esta mañana.

Ante mi sorpresa, Burns no dio ninguna respuesta.

«¿Por qué no le explica que nadie pudo lavarse esta mañana porque el agua estaba helada?», pensé.

Pero en ese momento la señorita Smith reclamó mi ayuda para que le sujetara una madeja de hilo, y, mientras ella la devanaba, iba haciéndome preguntas sobre mi escuela anterior y mis conocimientos de costura. Con todo ello, perdí de vista a la señorita Scatcherd y cuando volví a mi asiento oí como esa dama le daba una orden a Burns. No pude entender sus palabras, pero la chica abandonó de inmediato la clase y se dirigió a un cuartito donde se guardaban los libros; de ahí volvió en medio minuto llevando en las manos un haz de cuerdas de mimbre unidas por un extremo, que entregó a la señorita Scatcherd dando muestras de cortesía y respeto. Sin que nadie le dijera nada, la niña se desabrochó el vestido y la profesora le infligió una docena de azotes con las cuerdas sobre los hombros. Ni una lágrima cayó de los ojos de Burns. Yo tuve que dejar la labor porque me temblaban las manos debido a la rabia y la impotencia que sentía ante ese espectáculo. Sin embargo, la expresión de Burns no se alteró en lo más mínimo.

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora