Capítulo XXIII

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Aquel año el verano fue espléndido en toda Inglaterra: hacía tiempo que no se veían en nuestra isla, normalmente azotada por las tormentas, unos cielos tan nítidos ni un sol tan radiante. Era como si una estela de días italianos hubiera llegado hasta nosotros desde el sur, cual aves migratorias, y hubiera decidido posarse en los acantilados de Albión. El heno había sido cortado, se habían segado los verdes campos de Thornfield; los senderos estaban blancos y despejados, y los árboles rebosantes de verdor. El oscuro manto que cubría el bosque y los setos contrastaba con los matices claros de los prados bañados por el sol.

La víspera de San Juan, Adèle, agotada tras haber pasado la mitad de la jornada recogiendo fresas en Hay Lane, se acostó al ponerse el sol. Esperé a que se durmiera y luego salí al jardín.

Era la hora más dulce del día, cuando el fuego del sol se ha consumido y el rocío comienza a refrescar los campos sedientos y las cimas abrasadas. Ahora que el sol se había puesto a solas —libre del cortejo de las nubes—, un resplandor de color púrpura se extendía sobre las colinas, encendiendo un punto con la intensidad del rubí o de la llama de una caldera para ir difuminándose en matices rojizos hasta teñir la mitad del cielo. El este desplegaba su propia belleza: una capa de azul profundo con una modesta y única gema, una estrella solitaria que no tardaría en alcanzar a la luna que aún se ocultaba bajo el horizonte.

Dediqué un rato a recorrer el paseo, pero de repente llegó hasta mí un sutil aroma —el olor de un cigarro— que conocía muy bien, y vi que la ventana de la biblioteca estaba entreabierta. No quería ser vista, así que me fui al huerto. No había lugar en los campos mas acogedor y hermoso que este pequeño jardín del Edén, lleno de árboles y perfumado por la intensa fragancia que esparcen al aire las flores. Un muro muy alto lo separaba del patio por un lado, y por el otro una hilera de hayas marcaba el inicio del prado. Al fondo, había una valla hundida, la única señal que indicaba el paso a los campos solitarios, y un sendero serpenteante, bordeado de laurel, que conducía hasta un enorme castaño de Indias con un banco en torno a la base. Aquí era posible deambular sin que nadie te viera. A esa hora en que el rocío derramaba su miel, era tal el silencio y tan profunda la oscuridad que envolvía el entorno, que por un momento temí que esas mudas sombras me abrazaran para siempre. Sin embargo, al alcanzar los parterres de frutas de la parte más elevada del recinto, hechizada allí por la luz que la luna naciente proyectaba en este lugar más libre de vegetación, detuve de nuevo el paso, no debido a un sonido, ni por haber visto algo, sino, una vez más, a causa del aromático aviso que flotaba en el aire.

Ya hacía rato que las minutisas, los jazmines, los claveles y las rosas habían realizado el sacrificio nocturno que perfuma la atmósfera. El olor que noté entonces no era el de una flor; procedía —estaba segura— del cigarro del señor Rochester. Miré alrededor, y agucé el oído. Vi árboles cargados de frutos. Oí el canto de un ruiseñor a lo lejos. No distinguí ninguna forma en movimiento ni llegó hasta mí el menor rumor de pasos, pero el aroma se tornó más penetrante. Debía huir. Pero cuando corría hacia una portezuela que llevaba al bosque vi que el señor Rochester entraba por ella. Me escondí en un recodo cubierto de hiedra, pensando que él no estaría mucho tiempo: pronto regresaría por donde había venido y yo habría pasado inadvertida.

Pero no, al parecer la tarde era tan agradable para él como para mí y en este antiguo jardín se sentía tan a gusto como yo. Deambulaba por él: alzaba las ramas de un grosello para ver las frutas, grandes como ciruelas; cogió una cereza del árbol que crecía junto al muro; se detuvo delante de un macizo de flores, ya fuera para aspirar su fragancia o para admirar el brillo que el rocío dejó en sus pétalos. Una mariposa que antes revoloteaba cerca de mí se posó entonces sobre una planta a los pies del señor Rochester. Él la vio y se agachó para observarla.

«Ahora que está de espaldas a mí —pensé— y distraído, podré escabullirme sin ser vista.»

Y así, procurando pisar sobre los trozos de turba para que el sonido de los pies sobre las piedrecitas no delatara mi presencia, emprendí la huida. Él parecía enfrascado en la contemplación del insecto. «Puedo lograrlo», me dije. Cuando cruzaba sobre la alargada sombra que la luna reflejaba en el jardín, dijo tranquilamente sin darse la vuelta:

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora