Capítulo XIII

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Al parecer, y siguiendo las instrucciones del médico, el señor Rochester se acostó temprano y se levantó bastante tarde a la mañana siguiente. Cuando bajó, se dedicó a resolver asuntos de negocios: su administrador y algunos aparceros le esperaban para hablar con él.

Adèle y yo nos vimos obligadas a abandonar la biblioteca, ya que de ahora en adelante se utilizaría como sala de espera. Habían encendido un fuego en una de las habitaciones del piso de arriba, y allí trasladé nuestros libros con el fin de convertirla en nuestra futura aula. A lo largo de la mañana comprendí que Thornfield Hall era un lugar distinto. El silencio sepulcral había terminado: cada dos horas alguien golpeaba la puerta o hacía sonar el timbre; también se oían pasos que cruzaban el vestíbulo y voces desconocidas que hablaban abajo en diferentes tonos. Una corriente del mundo exterior se iba filtrando en la casa. El amo había llegado y, por mi parte, prefería el nuevo estado de las cosas a la monotonía anterior.

Aquel día no hubo forma de que Adèle se concentrara en sus lecciones: no paraba de correr hacia la puerta y mirar por encima de la barandilla en busca del señor Rochester; pergeñaba pretextos para bajar, supongo que con el fin de entrar en la biblioteca, pese a que sabía que no debía ir allí. Por fin, acabé enfadándome un poco y la obligué a estarse quieta, pero ella no cesó de hablar de su «ami, monsieur Edouard Fairfax de Rochester», como ella le llamaba (era la primera vez que yo oía su nombre completo), y de hacer conjeturas acerca de los regalos que él le habría traído. Al parecer, la noche anterior él le había dicho que tal vez, entre el equipaje que debía recibir desde Millcote, se hallara una caja cuyo contenido pudiera ser de su interés.

—Et cela doit signifier —dijo ella—, qu'il y aura là dedans un cadeau pour moi, et peut-être pour vous aussi, mademoiselle. Monsieur a parlé de vous: il m'a demandé le nom de ma gouvernante, et si elle n'était pas une petite personne, assez mince et un peu pâle. J'ai dit qu'oui: car c'est vrai, n'est-ce pas, mademoiselle? (Y eso debe de significar que dentro hay un regalo para mí, y quizá también para usted, señorita. El señor me ha hablado de usted: me ha preguntado el nombre de mi institutriz, y si su aspecto es el de una persona pequeña, delgada y un poco pálida. Yo le he dicho que sí, porque es verdad, ¿no, señorita?).

Como de costumbre, mi alumna y yo comimos en el salón de la señora Fairfax; hacía mucho viento y nevaba, así que pasamos la tarde en la sala de estudio. Al anochecer di permiso a Adèle para que guardara los libros y corriera abajo, puesto que el relativo silencio que llegaba desde la biblioteca me hizo suponer que el señor Rochester ya estaba libre. Cuando me quedé sola miré por la ventana, pero nada podía verse: el crepúsculo y los copos de nieve oscurecían el aire, ocultando toda la imagen del prado. Solté la cortina y recuperé mi sitio junto al fuego.

En medio de las claras brasas dibujé un paisaje que se parecía mucho a un cuadro que había visto del castillo de Heidelberg, a orillas del Rin. Entonces entró la señora Fairfax, rompiendo con su presencia el radiante mosaico que yo había estado formando, y disipó de mi mente algunos tristes pensamientos que comenzaban a pesar sobre mi soledad.

—Al señor Rochester le complacería mucho que usted y su pupila tomaran el té con él esta tarde —anunció—. Ha estado tan ocupado durante todo el día que no ha podido decírselo antes.

—¿A qué hora toma el té?

—A las seis en punto. Cuando está en el campo, prefiere cenar temprano. Es mejor que vaya a cambiarse de ropa, yo la ayudaré a vestirse. Coja la vela.

—¿Es necesario que me cambie?

—Sí, será mejor. Yo siempre me visto por la tarde si está aquí el señor Rochester.

Tanta ceremonia me pareció una exageración, pero fui a mi cuarto y, con la ayuda de la señora Fairfax, me quité el vestido negro de lana y me puse el de seda del mismo color. Era el mejor que tenía, sin contar con uno de color gris perla que, a tenor de las ideas sobre la elegancia que había adquirido en Lowood, consideraba demasiado bonito y reservaba para ocasiones especiales.

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora