Capítulo XXXIII

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Empezaba a nevar cuando se marchó el señor Saint John y la tormenta duró toda la noche. Al día siguiente, un viento huracanado trajo consigo un frío más intenso y unas nevadas más copiosas: al mediodía, el valle había quedado sepultado y prácticamente intransitable. Yo había cerrado la puerta y colocado una alfombra contra ella para evitar que la nieve se colara en el interior; avivé el fuego y después de pasar una hora sentada junto a la lumbre escuchando el furioso rumor de la tempestad, encendí una vela, cogí el libro de Marmion y comencé a leerlo:

Se puso el sol tras el inexpugnable castillo de Norham,

sobre el amplio y caudaloso río Tweed

y bajo las solitarias montañas de Cheviot;

las sólidas torres de la fortaleza, las mazmorras,

y los alargados muros que rodeaban la fortaleza,

reflejaron ese dorado fulgor.

La música implícita en el poema no tardó en sofocar el fragor de la tormenta.

De repente oí un ruido. El viento, pensé, que ha cerrado la puerta. Pues no: era Saint John Rivers, quien, tras correr el pestillo, emergió del helado huracán, de esa lóbrega oscuridad, y se plantó ante mí. Llevaba una capa blanca que cubría la totalidad de su figura, confiriéndole el aspecto de un glaciar. Me alarmé: no esperaba que nadie se atreviera a cruzar el valle en una noche como aquella.

—¿Sucede algo? —pregunté—. ¿Malas noticias?

—No. Veo que resulta fácil asustarla —contestó, quitándose la capa y colgándola detrás de la puerta, hacia la que empujó de nuevo la alfombra que había desplazado al entrar. Se sacudió la nieve de las botas.

—Me temo que voy a ensuciar este suelo tan limpio, pero por una vez espero que sabrá disculparme. —Y, acercándose al fuego y extendiendo las manos hacia sus llamas, prosiguió—: Le aseguro que me ha costado mucho llegar hasta aquí. En algunos tramos la nieve me llegaba a la cintura. Suerte que aún está bastante blanda.

—Pero ¿a qué ha venido? —no pude evitar exclamar.

—No es un recibimiento muy hospitalario para un visitante, pero, ya que lo pregunta, le responderé: lo único que quiero es mantener con usted una pequeña charla. Me he cansado de estar con libros mudos en cuartos vacíos. Además, desde ayer, he sentido la excitación que embarga a las personas que, habiendo oído la mitad de un relato, aguardan impacientes el final de la historia.

Se sentó. Recordé su extraña conducta del día anterior y empecé a temer que hubiera perdido el juicio. De todos modos, en caso de que estuviera loco, era una perturbación fría y compuesta: nunca había visto los cincelados rasgos de su rostro tan hermosos como en aquel momento, mientras se apartaba de la cara los cabellos húmedos de nieve dejando que el fuego iluminara a placer la pálida frente y las blancas mejillas, donde me dolió descubrir restos inequívocos de dolor o de tristeza. Esperé a que dijera algo que me aclarara las dudas, pero él apoyó la barbilla en la mano, colocando un dedo sobre los labios. Meditaba. Un súbito sentimiento de piedad me invadió el corazón y le dije:

—Ojalá Diana o Mary vinieran a vivir con usted: no es bueno que esté tan solo. Además, vela muy poco por su propia salud.

—No es cierto —dijo él—. Me cuido cuando es necesario: ahora estoy bien. ¿Qué ve de malo en mí?

Lo dijo con una indiferencia despreocupada y abstraída, como si quisiera demostrar que mi solicitud era, al menos en su opinión, absolutamente superflua. Me callé.

Él seguía resiguiendo con el dedo su labio superior, los ojos fijos en las hipnóticas llamas. Por decir algo, le pregunté si notaba frío procedente de la puerta, que tenía a su espalda.

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora