Capítulo XXIV

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Mientras me vestía no pude dejar de recordar la noche anterior y preguntarme si no habría sido un sueño. No podría estar del todo segura hasta que viera de nuevo al señor Rochester y le oyera repetir sus promesas de amor.

Fui a peinarme y el espejo del tocador me devolvió un rostro que ya no era feo: en sus rasgos brillaba la esperanza, y los ojos parecían haberse llenado de la visión de la fuente de la vida y haber robado algunos destellos de sus aguas mágicas. A menudo había deseado que el señor no me mirara porque temía no agradarle, pero estaba segura de que ese rostro que ahora veía no enfriaría el amor que sentía por mí. Me puse un vestido de verano ligero y sencillo, aunque limpio: ninguna otra prenda se había ajustado nunca mejor a mi cuerpo, porque ninguna había sido llevada en un día tan feliz como aquel.

Cuando bajé al vestíbulo, contemplé sin sorpresa que la tormenta de la noche anterior había dado paso a una resplandeciente mañana de junio, y sentí una brisa fresca y aromática que penetraba por la ventana. La naturaleza mostraba su satisfacción ante mi alegría. Por el paseo subía una mendiga acompañada de su hijo —dos figuras pálidas y harapientas— y bajé a darles todo el dinero que llevaba en el monedero, unos tres o cuatro chelines: los merecieran o no, necesitaba que todos los que me rodeaban compartieran mi felicidad. Los grajos graznaban y un coro de múltiples pájaros entonaba bellos cantos, pero ninguno podía compararse con la melodía que resonaba en mi corazón.

Me extrañó encontrar a la señora Fairfax mirando por la ventana con el semblante triste.

—Señorita Eyre, ¿viene usted a desayunar? —preguntó muy seria.

Permaneció en silencio mientras duró el desayuno, pero nada podía hacer yo para tranquilizarla en esos momentos. Tanto ella como yo debíamos esperar a que el señor diera las explicaciones pertinentes. Comí todo lo que pude y me apresuré a subir al piso superior. Entonces me crucé con Adèle, que salía de la sala de estudio.

—¿Dónde vas? Es hora de clase.

—El señor Rochester me ha dicho que fuera al cuarto de jugar.

—¿Y dónde está él?

—Ahí dentro —dijo, señalando la sala que acababa de abandonar.

Entré y le vi allí.

—Ven a darme los buenos días —me dijo.

Y yo me acerqué contenta: no me esperaba un frío saludo ni un apretón de manos, sino un abrazo seguido de un beso. Esa caricia me pareció natural. Era maravilloso ser amada y protegida por alguien como él.

—Jane, tienes un aspecto magnífico esta mañana. Estás maravillosa y sonriente; realmente preciosa. ¿Es este el pálido duendecillo que solía vivir aquí? ¿Es esta mi Semilla de Mostaza particular? ¿Esta muchacha lozana, de mejillas sonrosadas y labios brillantes, de sedosos cabellos y ojos de gacela? (Lector, pido tu indulgencia: debo aclararte que siempre tuve los ojos de color verde, pero al parecer la pasión le nublaba la vista.)

—Soy Jane Eyre, señor.

—Pronto pasarás a ser Jane Rochester —añadió—. Dentro de cuatro semanas, Janet, ni un día más. ¿Me oyes?

Sí, lo oía. Y, de una forma incomprensible, sentí una oleada de vértigo. Esa noticia, el anuncio de la boda, era más fuerte que la alegría: era un impacto que me abrumaba y, sí, me llenaba de una sensación parecida al miedo.

—Primero te has ruborizado, y ahora estás pálida. ¿A qué viene eso, Jane?

—A que usted acaba de darme un nuevo nombre, Jane Rochester, y me suena extraño...

—Sí, señora Rochester —repitió—. La joven señora Rochester, la esposa de Fairfax Rochester.

—No puede ser cierto, señor: todo esto no puede ser real. Los seres humanos nunca disfrutan de la felicidad absoluta en este mundo. No nací yo distinta del resto de mis semejantes: la simple intuición de tanta felicidad me parece un cuento de hadas, un sueño divino del que temo despertar.

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora