Capítulo XI

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El nuevo capítulo de una novela es algo parecido al nuevo acto de una representación. Por lo tanto, lector, cuando suba el telón, imagínate que ante tus ojos hay una de las habitaciones de la posada George de Millcote. Es el típico cuarto que puede verse en esa clase de lugares: las paredes empapeladas con grandes dibujos, la alfombra, los muebles, los clásicos adornos sobre la chimenea. Y los cuadros, que incluyen un retrato de Jorge III, otro del príncipe de Gales y un grabado sobre la muerte de Wolfe. Todo esto resulta visible gracias a la luz que desprende una lámpara de aceite que cuelga del techo y de la que proporciona un fuego abundante, cerca del cual estoy sentada, todavía con el sombrero y la capa puestos. Los manguitos y el paraguas están encima de la mesa y yo intento mitigar el frío y el entumecimiento, fruto de dieciséis horas de exposición a la crudeza de un día de octubre. Salí de Lowton a las cuatro de la tarde, y en el reloj del campanario de Millcote acaban de dar las ocho de la mañana.

Lector, aunque dé la impresión de estar cómodamente instalada, mi mente no está en absoluto tranquila. Pensaba que habría alguien esperándome a mi llegada. Mientras descendía los escalones de madera que los mozos habían dispuesto para mí, no cesaba de mirar a mi alrededor aguardando oír mi nombre de labios de quien había de conducirme hasta Thornfield. No sucedió nada de todo esto, y cuando pregunté a un camarero si había llegado alguien preguntando por la señorita Eyre, su respuesta fue negativa, así que no tuve más remedio que solicitar una habitación en la posada. Y aquí sigo, expectante, con la mente nublada por un sinfín de dudas y malos presagios.

Para una joven inexperta resulta una sensación muy extraña el verse sola en el mundo: separada de todo lo que le es familiar, insegura de poder alcanzar el puerto al que se dirige, pero consciente de la imposibilidad de volver atrás. El amor por el riesgo endulza el sabor de esa sensación, y el brillo del orgullo te anima a seguir, pero de repente te asalta la brisa del miedo. Y, media hora después, sin ninguna noticia, puedo afirmar que el pavor me dominaba. Me obligué a hacer sonar el timbre.

—¿Existe algún lugar por las cercanías que responda al nombre de Thornfield? —pregunté al camarero que acudió a mi llamada.

—¿Thornfield? Lo ignoro, señora, pero lo preguntaré en el bar. —Se esfumó, pero reapareció al instante—. ¿Se llama usted Eyre, señorita?

—Sí.

—Alguien la espera abajo.

De un salto recogí los manguitos y el paraguas, y me dirigí a toda prisa hacia el pasillo de la posada. Había un hombre junto a la puerta y a la luz de las farolas pude distinguir un coche tirado por un único caballo.

—Supongo que esto debe de ser su equipaje —dijo el hombre, en tono bastante brusco, señalando el baúl que estaba en la entrada.

Asentí y él lo subió en el vehículo, que visto de cerca recordaba más a una carreta. Entré en él, pero antes de que cerrara la portezuela le pregunté a qué distancia estábamos de Thornfield.

—A unos diez kilómetros.

—¿Cuánto tardaremos en llegar?

—Alrededor de hora y media.

Cerró con fuerza la puerta del coche, se encaramó al pescante y partimos. El paso era tan lento que me permitió entregarme a mis cavilaciones: estaba contenta de que el viaje tocara a su fin, y mientras me acomodaba en el asiento, confortable aunque carente de elegancia, pude meditar a placer.

«A juzgar por la sencillez del vehículo y del criado —pensé—, debo suponer que la señora Fairfax no es una persona demasiado elegante. Tanto mejor; solo he vivido una vez entre gente fina y me sentí muy desgraciada. Me pregunto si vive con la única compañía de esa niña. Si es así, y si resulta una señora amable, estoy segura de que nos llevaremos bien. Al menos lo intentaré. Es una pena que solo con intentarlo una no consiga siempre el resultado que desea. En Lowood tomé esa decisión, la mantuve, y logré hacerme querer; pero con la señora Reed, mis esfuerzos siempre fueron recompensados con el más absoluto de los desprecios. Rezo a Dios para que la señora Fairfax no se convierta en una segunda señora Reed, pero, si se produce lo peor, tampoco debo desesperarme. Pongo otro anuncio. ¿Cuánto faltará para llegar?»

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora