Mi casa —ahora que por fin tengo una— es muy pequeña: consiste en una pequeña habitación de paredes encaladas y el suelo de tierra, provista de cuatro sillas pintadas, una mesa, un reloj, un armario con dos o tres bandejas, unos cuantos platos y un juego de té. En el piso de arriba hay otra estancia de las mismas dimensiones que la cocina, con una cama de pino y una cómoda pequeña, aunque resulta grande para la escasa cantidad de ropas que poseo a pesar de que estas han aumentado un poco gracias a la generosidad de mis amables amigos que han hecho una modesta aportación a mi guardarropa.
Cae la tarde. Acabo de despedir, con una naranja como paga, a la pequeña huérfana que me hace de doncella. Estoy sola, sentada frente al fuego. Esa mañana había abierto las puertas de la escuela por primera vez. Asistieron veinte alumnas, de las que solo tres saben leer, ninguna es capaz de escribir o de contar, algunas saben hacer punto y unas pocas tienen nociones básicas de costura. Hablan con el acento más marcado de la región. La verdad es que de momento tenemos problemas para entendernos entre nosotras. Las hay maleducadas, ariscas e intratables, además de ignorantes; pero otras son dóciles, tienen ganas de aprender y evidencian una disposición que me complace. No debo olvidar que estas campesinas andrajosas son tan de carne y hueso como los vástagos de los mejores linajes, y que en ellas puede anidar la semilla de la finura, de la inteligencia y de la bondad, exactamente igual que en los niños de buena familia. Es mi deber hacer crecer estas semillas y estoy segura de que intentarlo me hará feliz. No espero grandes alegrías de la vida que se abre ante mí, aunque no me cabe duda de que, si domino mis pensamientos y ejerzo mis capacidades como es debido, será lo bastante satisfactoria como para resistir día a día.
¿Era alegría, serenidad o felicidad lo que había sentido ese primer día en mi humilde escuela? Me engañaría a mí misma si contestara a esta pregunta con un sí. No, la verdad es que me he sentido muy desgraciada. Sí, soy una imbécil, lo reconozco, pero me sentí degradada. Percibí que había dado un paso que me hundía en la escala social en lugar de elevarme. Me llenaba de desazón verme rodeada de tanta ignorancia, de tanta pobreza, de tanta brusquedad. Pero no voy a despreciarme demasiado por estas ideas: sé que están equivocadas, y eso es ya un gran avance, así que pienso luchar para superarlas. Confío en que mañana seré capaz de hallar algo bueno y así, en unos meses, habré conseguido dominarlas. Es posible que en ese tiempo los progresos de mis alumnas y los cambios en su conducta logren sustituir el disgusto por satisfacción.
Mientras tanto, permitidme que me pregunte algo. ¿Sería mejor haber cedido a la tentación, haber escuchado la voz de la pasión y haberme rendido sin presentar batalla, hundiéndome en una trampa de seda? ¿Haberme dormido sobre las flores que la cubrían para despertarme acariciada por el benigno clima del sur, rodeada de los lujos de una hermosa villa: ser ahora la amante del señor Rochester y dedicar la mitad de mi tiempo a disfrutar de su amor? Porque sí, no lo dudo, su amor no se habría extinguido enseguida. Me amaba como nadie volverá nunca a amarme. Jamás nadie me verá otra vez bella, joven y encantadora. Me quería y estaba orgulloso de mí, me veía cómo ningún otro hombre me verá nunca. Pero ¿adónde voy con estas divagaciones? ¿Qué estoy diciendo? Y, sobre todo, ¿qué estoy sintiendo? ¿Acaso es mejor ser una esclava en un paraíso marsellés, alternando las horas de placer con las amargas lágrimas del remordimiento y la vergüenza, que una maestra rural libre y honesta en una aldea del corazón de Inglaterra perdida entre las montañas?
Sí, ahora sé que hice bien cuando seguí las indicaciones que marcan la ley y los principios y desprecié las delirantes tentaciones que me embargaron en un momento de locura. Dios me guió en la dirección correcta y le doy las gracias por ello.
Detuve la corriente de pensamientos vespertinos, me levanté, fui hacia la puerta y contemplé la puesta de sol en un día de cosecha y los campos que se extendían silenciosos ante mi casa, que estaba a menos de un kilómetro del pueblo. Los pájaros entonaban sus últimos trinos:
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Jane Eyre
Ficción históricaJane es una niña huérfana que se ha educado en un orfanato miserable. Sin embargo, pese a todas las adversidades que la vida ha dispuesto en su camino, su inteligencia y su afán por aprender consiguen apartarla del mundo de su gris infancia, y logra...