Capítulo XXV

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El mes de noviazgo llegaba a su fin: estábamos en las últimas horas. Se acercaba el día de la boda y se habían realizado ya todos los preparativos. Al menos, yo lo tenía todo listo: mis baúles estaban llenos, cerrados, atados y alineados formando un ordenado grupo apoyado contra la pared de mi pequeña estancia. Mañana a estas horas, Dios mediante, estarían de camino a Londres, al igual que yo. Bueno, no yo: una tal Jane Rochester a quien aún no conocía. Lo único que faltaba era enganchar en ellos las etiquetas con mi nombre. Las cuatro estaban en el cajón; el propio señor Rochester las había rellenado: «Señora Rochester, hotel...». Sin embargo, yo no me atrevía a utilizarlas. ¡La señora Rochester! No era alguien real: no nacería hasta el día siguiente, sobre las ocho de la mañana, y estaba decidida a esperar que hubiera visto la luz antes de asignarle ninguna propiedad. Ya era suficiente con que el armario que había junto al tocador estuviera lleno de unos vestidos propiedad de esa señora Rochester, y que habían substituido a mi austero traje de Lowood y al sombrero de paja. Porque no era a mí a quien pertenecía aquel vestido de novia de color gris perla, ni el velo vaporoso colgado de la percha. Cerré el armario para perder de vista su extraño y lujoso contenido que a esas horas confería un aspecto fantasmagórico a las sombras de la estancia. «Voy a dejarte solo, sueño blanco —dije—. Me inquietas: oigo el bramido del viento. Quiero salir al exterior y sentir su fuerza.»

No eran solo las prisas de los preparativos los causantes de esa inquietud, ni tampoco la intuición de la nueva vida que se abriría ante mí en pocas horas. Es obvio que ambas circunstancias contribuían a crear ese estado de nerviosismo que me hacía salir a esas horas a los oscuros campos, pero había algo más: una tercera causa que influía en mi estado de ánimo.

Un presagio extraño me atenazaba el corazón. Un acontecimiento que escapaba al alcance de mi comprensión había tenido lugar la noche anterior. Solo yo había sido testigo de ese suceso, ya que el señor Rochester se hallaba ausente y aún no había regresado: unos asuntos que quería dejar zanjados antes de nuestro viaje al continente habían reclamado su presencia en unas granjas que poseía a cincuenta kilómetros. Lo único que podía hacer era esperar su retorno, ansiosa de aliviar mi mente de las preocupaciones que la acechaban y de encontrar en él una solución al angustiante enigma. Quédate hasta que llegue, lector, y así, cuando le desvele el secreto, compartirás con él mis confidencias.

Me dirigí hacia el huerto para refugiarme del viento del sur, que no había parado de soplar en todo el día, sin traer a cambio ni una gota de lluvia. A medida que avanzaba la noche, el viento pareció enfurecerse y aumentar el brío de su rugido: los árboles llevaban más de una hora inclinados hacia un lado, incapaces de mantener las ramas erguidas ante aquella fuerza que las empujaba hacia el norte; las nubes se movían sin parar en una sucesión constante de masas oscuras resueltas a ocultar el sol durante todo aquel día de ese mes de julio.

Debo admitir que sentí un cierto placer salvaje en correr frente al viento, descargando mis dilemas en el potente torbellino de aire que sacudía el espacio. Al descender por el paseo de los laureles, me enfrenté a los restos del viejo castaño. Ahí estaba, partido y carbonizado. El tronco, cortado en dos, parecía un moribundo que ansiara respirar. Aunque las dos mitades no estaban del todo separadas —la fuerza de las raíces y la solidez de la base las mantenían ligadas por debajo del suelo—, todo signo de vida estaba destruido: ya no fluía por ellas ni una gota de savia. Las inmensas ramas estaban muertas; las tormentas del próximo invierno les darían el golpe de gracia, derribándolas al suelo. Pese a todo, aún podía decirse que era un árbol; tal vez arruinado y muerto, pero su esencia seguía allí.

«Hacéis bien en sosteneros una a otra —les dije, como si esos trozos de madera monstruosos fueran seres vivos y pudieran oírme—. Pese a vuestro aspecto herido, negro y derrotado, queda en vosotras algún signo de vida: os mantenéis unidas por las fieles y honestas raíces. Nunca volveréis a tener hojas verdes, los pájaros no anidarán de nuevo en vosotras ni entonarán melodías; el tiempo del amor y el placer ha terminado, pero al menos no estáis solas: ambas compartís esa decadencia.» Al levantar la mirada hacia la copa, la luna apareció por un instante en el fragmento de cielo que penetraba por la fisura del tronco. Era un disco rojo como la sangre y estaba parcialmente cubierto. Parecía lanzarme una mirada cargada de incertidumbre y de temor, pero enseguida se ocultó otra vez detrás de una gran masa de nubes. El viento dejó de soplar sobre Thornfield durante un segundo; a lo lejos, más allá del bosque y del agua, soltaba su gemido salvaje y melancólico. Me entristecía y huí de él.

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