Capítulo XXXVIII

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CONCLUSIÓN

Pues bien, lector, me casé con él. Tuvimos una boda tranquila: solo nosotros dos, el párroco y el sacristán. Cuando volvimos de la iglesia, me dirigí a la cocina donde Mary hacía la comida mientras John abrillantaba los cuchillos, y dije:

—Mary, esta mañana me he casado con el señor Rochester.

Tanto el ama de llaves como su marido pertenecían a esa clase de personas flemáticas a las que puede darse cualquier noticia sin miedo a que te agujereen los oídos con exageradas expresiones de emoción o manifiesten su sorpresa mediante una lluvia de palabras. Mary levantó la cabeza y me miró. El cucharón con el que sazonaba el asado quedó suspendido en el aire durante tres minutos, y durante ese mismo periodo de tiempo también John interrumpió su tarea. Por fin, Mary volvió a inclinarse hacia el fuego y dijo:

—¿De verdad, señorita? ¡Qué bien! —Y poco después, prosiguió, sin dejar de dar vueltas a la carne—: Los vi salir, a usted y al señor, pero no sabía que hubieran ido a la iglesia a casarse.

Cuando me volví, John sonreía de oreja a oreja.

—Yo ya le tenía dicho a Mary que se casarían. Sí, sabía que el señor Edward (John llevaba muchos años en la casa y por ello a menudo llamaba al señor por su nombre de pila) lo haría, y estaba seguro de que no tardaría mucho. ¡Y bien que ha hecho! ¡Le deseo que sean felices, señorita! —Y se quitó la gorra como muestra de respeto.

—Gracias, John. El señor Rochester me pidió que os diera esto a ti y a Mary.

Puse en su mano un billete de cinco libras. Sin esperarme a oír nada más, salí de la cocina, pero poco después, al pasar junto a la puerta de la cocina, sorprendí la siguiente conversación:

—Ella le conviene más que cualquier señorona. —Y añadió—: Tal vez no sea muy guapa, pero es honesta y tiene buen carácter, y al parecer él la encuentra bonita.

Escribí de inmediato a Moor House para informar de la noticia y explicar los motivos de mi acción con todo detalle. Diana y Mary manifestaron su apoyo incondicional, y la primera anunció su intención de visitarnos tan pronto como concluyera la luna de miel.

—Es mejor que no espere tanto tiempo —comentó el señor Rochester cuando le leí la carta de Diana—. Tengo la intención de prolongar la luna de miel para siempre, hasta que tu muerte o la mía le pongan fin.

Ignoro cómo reaccionó Saint John al recibir la noticia. Nunca respondió a la misiva en que le comunicaba mi boda. Supe de él, sin embargo, seis meses después. En su carta no mencionaba el nombre del señor Rochester ni hacía la menor mención de mi matrimonio. Se expresaba con serenidad y, aunque pecaba de un exceso de formalidad, sus palabras eran amables. Desde entonces hemos mantenido una correspondencia constante, aunque escasa: en sus misivas me desea felicidad y espera que no sea de esas personas que viven en este mundo sin pensar en Dios y que solo se preocupan por cosas materiales.

Supongo, lector, que no te habrás olvidado de la pequeña Adèle, ¿verdad? Yo no lo hice: no tardé en obtener el permiso del señor Rochester para visitarla al colegio donde él la había enviado. Su alegría al verme me conmovió. Tenía mal aspecto: estaba pálida y delgada. Obviamente, no era feliz allí. Las normas de la escuela me parecieron demasiado rígidas y el temario demasiado duro para una niña de su edad, así que me la llevé a casa conmigo. Mi intención era volver a ser su institutriz, pero esto resultó impracticable: mi tiempo y mis cuidados ya tenían dueño. Mi marido me necesitaba a su lado a todas horas. Opté entonces por buscar una escuela regida por un sistema mucho más indulgente y lo bastante cerca como para poder visitarla a menudo, o incluso traerla a casa de vez en cuando. Me ocupé de que no le faltara de nada, y ella, por su parte, no tardó en adaptarse a su nueva vida: ganó en alegría y realizó grandes progresos. A medida que crecía, los sólidos principios de la educación inglesa fueron corrigiendo los defectos de su naturaleza. Cuando acabó la escuela encontré en ella a una compañera agradable y bien educada, dócil y sensata. La atención que ha mostrado hacia mí y hacia los míos ha compensado con creces cualquier bondad que pudiera yo haber tenido con ella.

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora