Los días pasaban, Rose iba perdiendo las ganas de hacer las cosas de la casa, de la Universidad, ya no tenía ganas ni de respirar. La fecha del día de la muerte de su madre se avecinaba. Rose se sentía como si su casa o todo su esfuerzo se hubiera destruido por un huracán. Se sentía devastada, hecha trizas, polvo. Su madre para ella lo era todo por más que más de una vez la haya tratado de molesta o no la hubiera ayudado con los quehaceres de la casa. Los últimos meses en que su madre se había puesto más enferma, Rose había tomado el mando de la casa, había dejado la Universidad en busca de trabajo para mantener los gastos del hospital y sus medicamentos; a tal punto que Rose ya casi no dormía, cada vez que terminaba de trabajar pasaba por el hospital y se quedaba allí con su madre, a veces apenas iba a su casa para ducharse y cambiarse de ropa. Por la única promesa que había hecho a su madre de seguir la Universidad, ella seguía estudiando en vez de trabajar.
Rose extrañaba a su madre, ella era su cable a tierra. No era la solución de Rose pero ella sabía hacerla ver las cosas de otra forma. Hacía que su corazón se cure un poco, era como si su madre intentará revivir todas las cicatrices que ella tenía que marcaba en su piel. Su madre entendía la necesidad de auto mutilarse de ella, aunque cada vez que encontraba navajas o cosas con lo que ella podría cortarse las escondía o simplemente las tiraba. Amaba a su hija.
Rose se encontraba deprimida en shorts y una camiseta grande, estaba sentada en su cama abrazándose las piernas mientras miraba la habitación y fumaba. Una calada tras otra, un cigarrillo tras otro hasta que la cajetilla estaba vacía. Vacía como ella, su corazón estaba estrujado, sentía que dolía. Tanto que ningún cigarrillo, ningún licor, lograba calmarla. Sentía que estaba muerta en vida.