Pasaron varios días, esos días se convirtieron en semanas. De la Universidad la llamaron varias veces para saber que tenía y ella mentía constantemente, que estaba enferma, que su padre la necesitaba en Atlanta, cosas por el estilo hasta que dejaron de llamar, aunque su teléfono seguía sonando una y otra vez. Todos los días a cada hora del día, las llamadas paraban a las 5 de la madrugada y volvían a empezar a las 8:30 de la mañana. Una vez decidió atender y sola se escuchaba. –Rose ¿estás allí? Rose – y ella lo supo, era él. Sin valor a enfrentarse a alguien corto el teléfono. No quería enfrentarse a nadie, no tenía las fuerzas ni las ganas. Solo permanecía tirada en la cama rodeada de libros, tazas vacías que solían contener café, cajetillas de cigarrillos. Nuevas cicatrices volvían aparecer en sus brazos, en sus piernas. Cada vez que se mutilaba, lloraba, su corazón estaba rota por la única persona que jamás la había juzgado, la persona que nunca la traicionaría, por quien la curaba. Rose lloraba por su madre. Ella estaba rota, rota por dentro tanto como por fuera. Pasaron más días y su padre también intento comunicarla pero tampoco logró hablar con ella. Rose se encontraba con la mirada perdida hacía la ventana, sus ojos rojos e hinchado indicaban que Rose había estado llorando, sus brazos vendados indicaba que algo andaba terriblemente mal. Comenzaba a verse más flaca, las ojeras marcaban su cara y repetía en su mente ‘Si pudiera haber cambiado ese día’. Rose comenzó a llorar a de nuevo. La extrañaba pero más la necesitaba, necesitaba que la salve. Pero sabía que eso no iba a suceder.
Sábado por la mañana se levantó de la cama, luego de dos semanas y medias. Se puso un vestido hasta las rodillas y un saco. Todas sus cicatrices y heridas abiertas estaban ocultas. Se miró al espejo y allí estaba una chica sola, de cabello rosa, sus ojos rojos e hinchados, debajo de sus ojos había grandes ojeras negras, sus labios rosa pálidos resecos. El vestido le quedaba grande, se puso las zapatillas, en su saco guardo la cajetilla nueva de cigarrillos, el encendedor y algo de dinero. Salió del edificio y camino sola por la calle, camino y camino. Compro un ramo de rosas blancas, las favoritas de su madre. Las lágrimas volvieron a acumularse en sus ojos. Cuando llego al cementerio donde su madre yacía se sentó en el suelo sin importar ensuciarse.
-Perdón por tardar en venir mamá –su voz era quebrada, dejo el ramo de rosas blancas apoyadas al lado de la lápida. Paso la mano por ella y sollozo. Sollozo por su madre, por haberle fallado. – Intente venir antes p-pero. –Rose se calló y dejo que las lágrimas volvieran a caerle por las mejillas. No se animaba a decirle todo lo que había hecho. Sabía que su madre lo sabía pero ella no podía decírselo. Tampoco le mentiría. Solo se quedó en silencio llorando.
-Rose –dijo una voz detrás de ella, se arrodillo detrás de ella. Rose se sobresaltó y se apartó rápidamente, mientras volteaba a ver quién era. Se limpió las lágrimas rápidamente. No le gustaba que la vieran llorar. Ella sabía que era débil, pero no quería que los demás lo notarán.- Tranquila Rose –dijo Steven –Te estuve llamando por días –Rose se limitó a encogerse de hombros, sabía que él había llamado y ella solo había ignorado los llamados.
-¿Q-que ha-haces aquí? –le dijo mirándolo y él la miro apenado.
-Vine a verte, yo... –soltó un largo suspiro- yo te seguí. Necesitaba saber que estabas bien
-Me ves bien, ahora puedes irte Steven. –lo miro y se levantó –No necesito a nadie. –Él negó y también se levantó.
-Si lo necesitas Rose, mira cómo estás –me miro de arriba abajo. –La última vez que te vi no estabas tan flaca, ni tenías unas ojeras enormes. –Rose se molestó, él no era nadie para decirle como tenía que estar. Steven lo noto y suspiro pasándose la mano por el cabello. –Perdóname Rose, pero no quiero verte mal, ni tu madre quisiera. –A Rose se le llenaron los ojos de lágrimas de nuevo y él la abrazo, dejo que llorará en sus brazos.