Prefacio

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Había muerto.

La vida había abandonado su cuerpo junto a una última y dolorosa exhalación. Sus ojos se habían quedado contemplando con terror la silueta femenina y el par de orbes escarlatas que se perfilaban en la penumbra del callejón, hasta que finalmente se sumió en una ceguera absoluta.

—Despierta.

La voz le pertenecía a una mujer. Era siniestra y mortificante, y sin embargo le produjo una atracción que vibró por todo su cuerpo. Junto a su voz, un delicioso aroma se presentó y provocó que una suerte de gruñido bestial escapara desde lo más profundo de su garganta, un sonido que no parecía humano en lo absoluto. Y entonces, segundos después, fue cuando lo sintió: caía sobre la base de sus labios de una forma gentil. Aquel era un líquido espeso y dulce que poseía el sabor más delicioso que jamás había probado. Era embriagante y cálido, y aterradoramente placentero. Lo extasiaba.

Jadeante, abrió la boca, rogando por más, perdiéndose a sí mismo en las sensaciones que recorrían su cuerpo. Sentía cómo fluía por sus venas y en sus extrañas el calor más excitante, mientras la energía regresaba a su cuerpo en forma de ráfagas que asemejaban choques eléctricos, al principio débiles y luego casi violentos.

Por un momento creyó encontrarse en frente de alguna clase de milagro divino, alucinando cómo su corazón volvía a palpitar. La sensación lo enloqueció por completo y, apenas consciente de ello, su cuerpo muerto se movió: extendió el brazo, en búsqueda de la fuente de aquel enorme placer, aun envuelto en esa terrible ceguera que le impedía distinguir más allá de sombras inconclusas. Se las apañó para sujetar el cuerpo femenino entre sus brazos y la estrujó con todas sus fuerzas, enterrándole los dientes en la garganta. Mordió su carne con desespero, una y otra vez, y la hizo pedazos.

Deseaba devorarla hasta que ya no quedara nada.

—¡Suficiente!

La voz era furiosa y demandante.

De forma violenta, fue arrojado hacia atrás, cayendo de espaldas contra el suelo, y chilló de forma prácticamente animal. Intentó alzarse para llegar a ella una vez más, desesperado por volver a consumir de aquel manjar, sin embargo el dolor lo doblegó antes de que pudiera siquiera moverse. Eran ráfagas violentas que lo azotaban, un dolor tan agudo que parecía provenir de cada rincón de su cuerpo. Pero tan rápido como le embargó, lo abandonó, dejándolo entumecido y varado. De pronto ya no era capaz de sentir nada en absoluto, nada excepto una terrible ausencia.

La vista regresó lentamente y lo primero que pudo apreciar fue el cielo nocturno, iluminado apenas por la luna y algunas estrellas. Llevó una mano frente a sus ojos y la contempló, reparando en todos los detalles: los restos de sangre y mugre bajo sus uñas, los nudillos carentes de los golpes y las heridas que recordaba. Bajó la vista hacia su muñeca y se encontró la piel impoluta, se tocó el cuello y no había cicatriz en ella, se palmeó las mejillas y no sintió ningún dolor.

Sintiéndose tan ligero como una pluma, se incorporó y levantó la mirada, contemplando a la mujer que estaba de pie frente a él. Ella poseía la mirada más siniestra que jamás había visto, pero sus particulares ojos afilados resultaban extremadamente cautivadores. Tenía el cabello de un negro muy oscuro y le caía elegantemente hasta las caderas, y su rostro no poseía ninguna marca o imperfección. Su belleza era absorbente y poseía el porte de una diosa, pero su presencia distaba mucho de ser divina. Había algo en ella que la hacía escalofriante, que imponía una sensación de terror abismal.

Abrió la boca para hablar, pero ninguna palabra abandonó sus labios. Era como si su mente se hallara ausente de pensamientos.

—Mi pobre criatura —dijo ella, aproximándose hacia él con una especie de sonrisa conciliadora—. ¿Tienes hambre, no es así?

¿Hambre?

En ese momento, fue como si una chispa se encendiera en él, una chispa que prendió un fuego que le abrasó las entrañas. Dolía. Se encogió sobre sí mismo, abrazándose el vientre y soltando una exclamación ahogada.

—Duele, ¿cierto? —inquirió—. Quieres que pare, ¿no es así?

Él gritó, suplicante. Las entrañas se le revolvían. El deseo lo quemaba por dentro, ardiente.

Y entonces lo sintió: el anhelo intensificándose en cada esquina de su cuerpo. Pudo oír la cadencia de unos latidos acelerados, oler el dulce aroma que provenía de su tierno cuerpo y, al mismo tiempo, oír su llanto débil y tímido cargado de angustia. Levantó la vista y ahí lo vio: se trataba de un niño pequeño, con las mejillas sonrosadas y el rostro envuelto en lágrimas. Ella lo sostenía por los hombros, empujándolo hacia él, ofreciéndoselo. Y el niño estaba aterrado. Podía sentir su miedo calándole los huesos con cada estremecimiento que su pequeño cuerpo daba, como también podía imaginarse la manera en que la sangre corría por sus venas.

Ningún pensamiento recorrió su mente cuando se abalanzó sobre él como una bestia. Solamente lo mordió, tan profundo como pudo, tantas veces como sintió necesarias, devorándolo de la misma forma que había deseado devorarla a ella. Desgarró la piel a su gusto, succionándole la vida violentamente. Esta vez nadie lo apartó y el niño no pudo hacer nada para salvarse a sí mismo. Débil y frágil, murió en sus brazos. Y aunque el sabor dejó de ser dulce y espectacular, continuó bebiendo de él.

Una vez satisfecho, se apartó con lentitud y los ojos entrecerrados, obnubilado por el placer que le invadía. Ya no había dolor, tampoco ausencia, sino simple y llana satisfacción.

Por un momento, se quedó quieto, en trance, pero entonces abrió los ojos y la realidad pesó sobre sus hombros como un barril de cemento. Miró al niño en sus brazos detenidamente: su piel pálida y las brutales heridas que adornaban su cuello. Había mordido con todos los dientes, perforado la piel y arrancado la carne, y bebido de su sangre hasta matarlo. Lo había hecho con sus propias manos, había apretado el cuerpo del niño entre sus brazos hasta romperle los huesos. No sabía quién era, pero lo había asesinado sin pensarlo. Se preguntó entonces, cuál era su nombre, porque seguramente tenía uno. Seguramente tenía padres, también. Era el hijo de alguien, tal vez el hermano de alguien o el amigo de alguien, pensó. Ese niño había sido alguien, había existido, hasta que él decidió acabar con su vida a sangre fría.

Sus pensamientos se esclarecieron con una intensidad atronadora y una palabra retumbó en su mente con frialdad.

Asesino.

Se quedó mirando el cadáver del niño y le acarició la mejilla con lentitud. Le cerró los ojos, sabiéndose responsable de su muerte, y lo envolvió en un abrazo. Un enorme vacío comenzó a drenarle el corazón.

No supo cuánto tiempo transcurrió abrazado al cadáver. Tal vez fueron segundos, tal vez minutos o tal vez incluso horas. Se encontraba sumido en un estado de estupor. Asustado y aturdido, siendo consciente únicamente de que acababa de asesinar a un niño.

Monstruo.

—Mi pobre criatura —repitió ella—. ¡Pero qué has hecho!

El remordimiento escaló en su interior, carcomiéndole desde adentro, y comenzó a temblar violentamente. Se mordió los labios, queriendo gritar.

¿Qué es lo que había hecho? ¿Cómo había sido capaz?

—Oh, mi niño, tú que no sabes nada de este mundo...

No quería oírla, así que gritó con todas sus fuerzas, un alarido de dolor que atravesó el silencio de la noche como un cuchillo feroz. Ella fue hasta él y posó la mano sobre sus labios, acallándolo. Poseía una fuerza abrumadora. Y entonces se dejó caer en el suelo junto a él y acunó su rostro entre sus tersas manos, comenzando a tararear una dulce canción de cuna que él jamás había oído antes.

—Por favor —imploró la criatura, recostándose sobre el pecho de la mujer—. Asesíname.

Pero ella no dejó de tararear.



* * *

¡Buenas! Espero que les haya gustado esta primera parte de la novela. Si es así, los invito a votar, dejar un comentario y compartir esta historia en sus redes, realmente lo apreciaría ^^ ¡Nos vemos en una semana con la actualización, besos!

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