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Luisa no podía dormir. Daba vueltas una y otra vez en la cama, intentando conciliar el sueño, pero no lo conseguía. Su corazón latía deprisa, y el sudor corría por su cuerpo, manchando las sábanas.

Se levantó y decidió prepararse un té. Tal vez así lograra relajarse un poco.

Aún no amanecía. Era sábado por la noche, y podía escuchar la estruendosa música proveniente de los bares del centro desde el balcón del apartamento.

Dejó la tetera en la estufa y avanzó hacia el estante lleno de libros de la sala. Escogió el primero que vio, y se sentó en el frío suelo con la esperanza de aliviar el ardor que no la dejaba en paz.

A penas estaba usando ropa, y sin embargo, sentía que se derretía, como si llevara dos o tres abrigos de lana en mitad de un día soleado.

Hacía tiempo que no experimentaba una ira semejante, más concretamente, desde la muerte de su padre cuando tenía 18 años, y ya no sabía cómo controlarla.

Necesitaba acción, sacar toda la adrenalina que estaba quemando su interior, sentir el peligro y el miedo a morir que tanto le gustaban, no leer un puto libro de crochet.

Tiró el bulto de hojas lejos, y se dejó caer en el suelo de madera con los ojos cerrados.

Necesitaba dejar de pensar al menos un instante, despejar su mente, practicar algún deporte al aire libre.

Aún no comprendía por qué, a pesar de sus habilidades innatas para el arte, se pasaba los días en la galería con Isabela. Sí, sentía cierta paz cuando pintaba murales hermosos de paisajes tranquilos, pero esa paz no se acercaba ni un poco a la que de verdad necesitaba.

Abrió los ojos y vio desde su posición lo que se había caído de las páginas del libro. Se acercó y soltó un suspiro.

Era una foto suya y de Leticia durante su primer aniversario.

Se veían tan jóvenes, tan felices dentro de su pequeña burbuja multicolor, que ella sintió nostalgia.

Y entonces lo recordó.

Ese odioso manual de crochet había sido un regalo de su esposa: uno de los primeros y más extraños que había recibido en todos sus años de matrimonio.

Experimentó una melancolía terrible en ese momento, y la ira la envolvió. No deseaba estar pasando por todo aquello. Su única aspiración era lograr de cualquier manera que Leticia volviese a la normalidad, y recuperar su vida de antes, sus recuerdos, su estabilidad, el amor de ese ser al que le juró eterna lealtad cuando eran unas chiquillas hormonales a penas, la calidez del lugar en el que se encontraba y al que alguna vez le gustó llamar hogar.

La soledad y el silencio del apartamento la estaban agarrando por el cuello, asfixiándola.

Sólo deseaba ser feliz, por lo menos, un día más.

Escuchó un estruendo y corrió a la cocina. La tetera estaba a punto a estallar. La agarró como pudo, pero el vapor de su interior la hizo tambalear hasta que se hizo imposible el sostenerla, y cayó al suelo con un sonido hueco.

Luisa gritó y pegó un brinco. El agua caliente le había caído en las manos. La piel le ardía como mil demonios, y miró el enorme charco que se había formado en el suelo. La foto de su aniversario yacía en el centro, y ya no se distinguía la parte en que aparecía Leticia.

Se vio allí, sola, y le entraron deseos de llorar. Pero no podía darse ese lujo. Al día siguiente iría al manicomio a resolver las cosas con ella. No le gustó que la viese enojada, porque siempre había hecho hasta lo imposible para que no se percatara de esa parte oscura de su ser, y no podía dejarse derrumbar en ese momento.

Corrió a echarse algún medicamento en las ampollas que le estaban empezando a salir, y decidió contener su ira una vez más.

Convenía más estar tranquila que muerta en una pelea.







—Hola guapa.

Ella no le contestó. Por el contrario, agarró su bote de basura con fuerza, y le dio la espalda a su esposa. No quería saber nada de su miserable existencia.

—¿Cómo has pasado el día?

El silencio continuó. Luisa notó su indiferencia, y supo qué era lo que tenía que hacer.

—Lamento mucho lo del libro. Estuvo muy mal, me comporté como una niña—la miró—. Te compraré todos los que quieras, como si son de crochet, pero necesito que me perdones, por favor.

—Detente—la detuvo Leticia con una notable molestia reflejada en sus ojos—. Te perdono, pero no quiero libros, mucho menos de crochet. Ni siquiera sé tejer, qué horror.

Luisa sintió que se le estrujaba el corazón. Claro que sabía tejer, y muy bien.  Ese manual había sido su primer intento por someterla a la tiranía de los hilos y los ganchillos.

El vacío creció al escuchar que ya no lo recordaba, que ya no recordaba una de las cosas que más le gustaba hacer en la vida, y que por el contrario odiaba todo aquello que la convertía en la joya que era.

Negó y siguió sonriendo.

Se rehusaba a creer que lo que estaba sucediendo fuese real. Puedo decir, incluso, que en su corazón aún existía una llama diminuta que se mantenía viva a pesar de las adversidades, el miedo y el dolor.

Sí. A veces ella podía tener una esperanza atronadora aunque el mundo entero estuviese en su contra.

—¿Qué es lo que quieres entonces?

—De ti nada. Ya Freddy se encargará.

Escuchar aquel nombre la paralizó. Sintió como la sangre le hervía de nuevo, y la piel herida de sus manos comenzó a escocerle, a irritar sus ideas, pero aún así mantuvo su sonrisa. Se aferró a ella como un náufrago se aferra a un trozo de madera para continuar con vida, y fingió que todo estaba bien.

—¿Ah, sí? ¿Y qué te va a traer?

—Un gato.

—¿Cuándo?

—Mañana. Pero que ni se te ocurra hacerle nada, ¿entendido?

Los ojitos rasgados y en ese momento más oscuros que nunca de Luisa soltaron un destello extraño. Su sonrisa se ensanchó. Su cuerpo irradiaba un calor preocupante. El espejo de su interior, ya lleno de agujeros, se rompió por completo. Se perdió a sí misma, perdió el control de su mente, su corazón y su alma. Había tomado una decisión, y ya nada ni nadie le haría cambiar de opinión.

—Tranquila, amor. Ya Freddy y yo no nos llevamos mal—la envolvió en sus brazos—. Es más, me parece genial la idea del gatito.

Leticia sonrío.

—Sí, ¿verdad? Podemos comprarle unas alitas y antenas para que parezca una mariposa. Se verá espectacular.

—Estoy de acuerdo—le besó la frente—. Ahora duerme.

Sólo somos constelacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora