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IV
Ícaro ya no le teme al sol.


Leticia estuvo internada en un hospital durante varias semanas. Al llegar a casa tuvo que usar una venda en la cabeza por unos días hasta que la herida física cicatrizó, porque las que tenía en el corazón y la cordura nunca pudieron cerrarse.

Luisa lo sabía. Su mujer tenía graves daños en el encéfalo. No se encontraba bien; tenía frecuentes delirios, incluso tuvo que llevar a Mandalai para la casa de su madre porque ella creía que era una bestia, y dejar su trabajo temporalmente para poder cuidarla.

Las cosas no andaban bien. Una de las mejores personas que había conocido en su vida ahora hablaba con los cuadros de las paredes y llamaba a Freddy en sus sueños.

Ese maldito mocoso era otro asunto que la tenía en un estado de enojo constante. Se había esfumado de la faz de la tierra y ni siquiera la policía pudo localizarlo o dar con su paradero.

Se sentía más que frustrada.

¿Por qué la había atacado, en primer lugar? No le veía la lógica por más vueltas que le diese, pero eso sí, lo haría pagar. De alguna manera, ella lo haría pagar.

Pasó algún tiempo. Las cosas habían mejorado un poco y Leticia parecía responder de manera positiva a los psicofármacos. Luisa trabajaba horas extra para pagar los tratamientos, y ella pasaba los días frente al ventanal bebiendo manzanillas. Ya no podía tocar el vodka, y su mujer escondió todas las botellas.

Maldita traidora de mente y pensamientos cuadrados.

Ella estaba bien, mejor que nunca de hecho. Tenía amigos nuevos, y eso la reconfortaba. Odiaba estar sola, pero ellos la animaban, le hacían chistes. Era feliz, pero los que la rodeaban no lo entendían.

Claro que no estaba loca, ¿quiénes se creían que eran?. Jugaban con su mente, le miraban con lástima.

Odiaba eso. Merecían la muerte y muchas cosas malas. Merecían sufrir como su Freddy, como su amado Freddy.

Se había obsesionado con él, con su recuerdo, con su oscuridad. Añoraba verlo, y por eso pasaba horas frente al espejo, arreglándose y cepillándose el cabello corto. Quería estar perfecta. Sabía que vendría a buscarla, y que se irían lejos. Era sólo cuestión de tiempo, de paciencia, y de amor.

Tocaron el timbre.

Dejó la taza y se dirigió con frenetismo hacia la puerta. El corazón le brincaba. Sabía que había llegado el momento. Uno de sus amigos se lo había dicho. Por fin sería libre. Por fin entendería. Por fin su mente dejaría de ser tan concreta.

Tal vez podría llegar a superar de una vez por todas al fósil de Cecil. Su persona le aturdía. Sabía que era importante, quizás más que ella, y detestaba esa sensación. Detestaba ser inferior a un muerto, el no poder tener toda la atención de Freddy, el que él la llevara tan ligada a su alma y su piel, que no tuviese las agallas para superar el dolor, para olvidarla.

Abrió la puerta y sintió un escalofrío placentero al verlo ahí, magullado y hecho una mierda, justo como lo recordaba, justo como le encantaba. La vida le volvió al cuerpo de un tirón, y no supo qué decir. Había repetido tantas veces su diálogo con sus amigos para nada. Las palabras no le salían, no querían. Se quedó ahí, mirándolo con atención. No quería perderse ni un detalle de su mellado rostro.

—Yo...vine a disculparme por lo de la última vez que nos vimos. No sé qué me pasó, lo siento.

Ella no entendía. ¿Por qué se estaba disculpando?. La había salvado de una vida monótona y cuadrada, le había mostrado una nueva manera de ver las cosas, la sociedad y los sentimientos. Se veía y sentía diferente, renovada. Pero no le diría nada de eso. No era el momento. Actuaría como siempre, como el mundo esperaba que actuase. Engañaría a todos; demostraría lo buena actriz que podía llegar a ser. Su abuela, la duquesa Ekaterina, cortesana de los Románov, estaría más que orgullosa. Nadie sospecharía nada.

Sólo somos constelacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora