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-Por favor, déjeme entrar-rogó a la enfermera que se encontraba en la recepción.

-No puedo, joven: tiene prohibido ver a la paciente. No insista más, o me veré obligada a llamar a seguridad.

-Está bien, está bien. Ya me marcho.

Regresó a la entrada del complejo y fingió alejarse. Con cautela avanzó por los alrededores y comenzó a analizar el muro enorme que alejaba las miradas curiosas de los transeúntes.

Claro que podría escalarlo. No iba a detenerse por ello.

Tomó impulso, dio un salto, y en pocos instantes, ya estaba dentro.

Caminó escondido detrás de unos arbustos por un rato, y cuando lo estimó conveniente, empezó a buscar a Leticia. No sería difícil. Sólo ella tenía el cabello rojo y el carisma de una diosa.

Supo por la hora que no iba a estar en su habitación, así que no se arriesgó a subir las escaleras. Nadie podía sospechar que se había colado por los muros, sino lo echarían de nuevo.

Escuchó palmadas y música a lo lejos, y se acercó seguro de encontrarla en mitad del alboroto.

Efectivamente, allí estaba, con el cabello recogido en un minúsculo moño hecho a la carrera, riendo y dando saltos mientras cantaba varias canciones propias del folclore ruso.

El resto de los pacientes y algunos enfermeros bailaban también, y él comenzó a hacerle señas. En cuanto ella notó su presencia, anunció que estaba cansada y que se iba a retirar para descansar.

Miró a su alrededor, y a penas se cercioró de que nadie la miraba, corrió a los brazos de Freddy, y él la agarró al vuelo.

-¿Cómo estás, eh?

-Bien. Mejor ahora que estás aquí.

-¿Dudabas de mí?-fingió que le dolía el pecho-. Te prometí que vendría a verte todos los días.

-Lo sé, gracias.

Sus ojitos brillaban, y a él se le encogió el corazón.

Todo era por su culpa, por su jodida culpa.

-Te he traído un regalo.

Leticia dio un brinquito de felicidad y lo tomó del brazo. A escondidas lo condujo hacia el banco en que se sentaban para charlar a diario, y esperó con impaciencia saber cuál era la sorpresa de esa ocasión. Freddy le mostró un sobre, y dentro descubrió un libro infantil; descubrió al Principito.

Algo la hizo estremecer.

-¿Te gusta?-asintió con demasiado entusiasmo, y buscó el bolígrafo de girasoles que siempre llevaba oculto en el interior de su suéter.

-Dedícamelo.

Él sonrió y escribió algunas palabras bonitas en la primera página, incluidos la fecha de ese día, y su nombre.

-Listo.

-Muchas gracias-se llevó el pequeño libro al pecho, y se apresuró a besar al chico con necesidad.

Él detestaba que hiciera eso, pero había aprendido a sobrellevarlo. Se sentía en extremo culpable por verla encerrada en aquel lugar, y por ello aceptaba cualquier cosa que pidiese. Creía que así podría llegar a sentirse mejor, liberar el peso de su alma, y hacerla sonreír al menos un poco, porque por su culpa Leticia nunca volvería a sentirse mejor.

Con suavidad la separó de sus labios y la acurrucó en sus brazos.

-¿Qué tal te has sentido en el día?

-Bastante mal-comenzó a jugar con los botones de la chaqueta del chico-: mis amigos hoy no me han dejado tranquila. Sólo se fueron en cuanto empecé a cantar y bailar, y por eso tuve que continuar durante un largo rato, pero ya no quiero estar aquí. ¿Cuándo me vas a llevar contigo?

Freddy tragó en seco.

De nuevo le mencionaba aquello, lo de que quería irse con él. Se sintió mal, triste, asqueado, pero no podía llevarle la contraria. Ella había quedado en un estado en el que podría tener una crisis en cualquier momento.

-Pronto-le mintió y besó su frente.

-¿Pero pronto cuándo?-preguntó cada vez más ansiosa.

-Necesito tiempo, Leti. Estoy organizándolo todo para nuestro viaje.

-Entonces...¿nos iremos de aquí?

-Sí.

Lo miró con amor y locura: una mezcla que acababa con el espíritu de Freddy poco a poco.

-¿Lo prometes?

-Lo prometo.

Sólo somos constelacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora