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Golpeé el despertador, y lo tiré al suelo, junto a toda la ropa sucia desparramada. Me estiré y me toqué el pelo. Estaba todo despeinado.

Me levanté y me fui a mirar en el espejo de enfrente de mi escritorio. Mierda, un grano. Comencé a presionarlo, quería explotarlo. Quería verlo desaparecer, y tenía bastante práctica en aquello.

Ya tenía 14 años, no estamos hablando de seis o siete. Martín se había ido a Italia sin avisar, ahora la mansión Bonnefoy sólo está ocupada por la vieja que se peleó con mi padre tras la pelea de aquel 18 de septiembre casi 8 años atrás.

Aquellos dos años que disfruté de la amistad de Martín, pude ver cómo le quitaban los aparatos, cómo traía gafas nuevas que tampoco le gustaban, se las quitaba durante clase y a la hora de salir se las dejaba puesta para que no le regañasen... juntos fuimos a la plaza de enfrente de mi casa a comer pipas cuando teníamos once, un viejo loco drogadicto se dedicó a insultarnos, nos tuvimos que ir corriendo... Y aquella vez cuando rompimos la ventana de la vieja Arnold.

― ¡¡Manuel, que llegas tarde, cojones!! ¿No ves la hora que es?

También dejé de ir al colegio... digo, instituto andando. Era más perezoso ―en realidad me acostaba a las 3 de la madrugada porque ni una pizca de sueño asaltaba mis párpados, no― y me cosaba más moverme. Creí hasta medir unos 1,60m, estaba delgadísimo y tenía granos en la frente. Suerte de poder taparlos con un flequillo.

Claro, no tenía amigos. Se fue Martín y mi vida social se fue a Italia. Con suerte tengo su número, aunque él es más dedicado a los estudios y no contesta tan rápido como yo, que vivo pegado a las redes sociales ―no publico nada, pero estoy ahí para acosar nada más―.

― Ya voy, ni que me fuesen a torturar.

Miles de tiritas cubrían mis rodillas y mis vaqueros largos ―que me quedaban grandes y nunca me acordaba de cambiarlos, aunque la pereza de echarlos a la lavadora era mayor― estaban rotos por la zona del hueso.

A decir verdad, no era feo. Era bastante guapo.

Fallaba mi personalidad.

Me volví un sieso amargado de la vida, algo así como la profesora de francés de cuando tenía seis años. Era reservado, apenas hablaba. Me limitaba a estudiar por los descansos y a hacer la tarea. Pero hay algo que no cambiaba de mí. El descontrol de agresividad.

Tenía un expediente catastrófico debido a mis ataques de ansiedad y violencia. Ya no sabían que hacer, tuvieron que mover todos los pupitres para que nadie se me acercase.

Una vez el líquido asqueroso estaba fuera y el punto rojizo también, me limpié con unas hojas del rollo de papel del wáter ―que por cierto no sé qué estaba haciendo ahí―, y me puse la camiseta. Había dormido con el torso desnudo, es más, después de bañarme, caí dormido a medio vestir. Por eso llevaba los pantalones puestos.

Ojeras como piscinas se asomaban bajo mis ojos.

― Hum... sí son bien sexys, tampoco hay que alarmarse tanto por un par de ojeras tan profundas como los poemas de la de español.

― ¿Qué dices? ¡Anda ya, que llegamos tarde! ―mi padre me agarró de la parte de atrás del cuello de la espalda y cerró la puerta de mi cuarto al echarme al pasillo.

― ¡Espera, viejo! Me dejé la mochila dentro.

― Apresúrate ―y se echó contra la pared, cruzándose de brazos y alzando las cejas para luego arquearlas―. Hoy tienes exmen a tercera hora, así que...

Ignoré a mi padre y empecé a trastear en el perchero detrás de la puerta. Ahí estaba. Al lado del tablón de corcho, colgada de la única asa que quedaba viva. El dibujo de la sonriente e infantil ardilla permanecía intacto a lo largo de los años.

▧ Los Campos Elíseos ┊ ArgChiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora