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En algún momento sentí cómo la necesidad me invadía de pies a cabeza. Entelacé mis dedos en sus cabellos rubios, cuando noté que me subía al escritorio aprovechando que estaba arrinconado. Lo rodeé con mis piernas, suspirando entre bocanadas y besos perdidos y poco profesionales. No me cuerdo de cuándo terminó, pero nadie dijo nada, ninguno articuló palabra o hizo algo más que andar con la mirada baja para ir a preparar el desayuno. Aquel beso había sido un poco más corto que el de días anteriores, entonces realmente me pregunté si era totalmente necesario gastar tiempo en besar a un mejor amigo de la infancia que de seguro iba a seguir con su vida, se casaría con una hermosa mujer y tendría uno o más hijos.

Dejé de hacerme ilusiones, obviamente esta no-relación no iba a durar mucho tiempo, ni para siempre ni mucho menos, eran las hormonas. Las hormonas debían ser. Recordé que iba a estar allí hasta que tuviese 17-18 años para ya hacerme responsable de mi padre. En esos dos años y medio podía ocurrir que dejase de hablarle o algo parecido, yo era una persona muy de obsesionarme y luego aborrecer. Aunque en aquellos momentos sintiese como si pudiese morirme en sus labios, nunca desprenderme de ellos y sentir ese sabor agrio que tenía. No sabía bien por qué ya que Martín era fan de lo dulce hasta el mismísimo extremo, pero era entre agrio y ácido, depende del día. Y no es que lo hubiese besado muchas veces, ni tampoco era una necesidad.

Lo que más me intimidó fue la mirada de Mara Bonnefoy, la hermana de Martín. La había recordado más activa, más feliz, pero de sólo mirarme sentía como si quisiera echarme a patadas o atarme a una camilla de torturas para darme latigazos. De sólo pensarlo se me ponían los vellos de punta, aunque no sabía si era de que me agradaba la idea o del miedo que le tenía a esos ojos grises.

― Buenos días, Martín ―luego me miró a mí―... Manuel.

Me miró por encima del hombro. Carraspeé un poco, sabía que iba a pasar algo malo.

― Espero que sepas que estamos todos levantados a tan temprana hora debido a tu innecesaria curiosidad por asuntos que no te interesan, y podrías vivir prescindiendo de ellos ―cada palabra entraba en mi cuerpo como una daga, realmente me sentía incómodo. Sólo sonreí.

― Una mujer completamente ajena a mi mente nunca podría saber para qué necesito saber sobre esos asuntos. Aunque no imagines cómo, influyen mucho en mi día a día.

Martín cerró los ojos y se sentó en una de las sillas de madera que rodeaban la mesa de la cocina, que estaba hecha con el mismo material y tenía grabada en la pata el nombre del ebanistero que la elaboró. Me imaginé que sería un señor viejo con barba y gafas de culo de botella, de cabellos blancos, largo bigote y expresión amable, y, no sé por qué, de origen judío. Creí crecordar que la profesora de Historia dijo que los judíos eran unos excelentes y quisquillosos con los detalles ebanisteros, además de ser precisos y vender sus muebles a un precio considerable. Este tenía nombre estadounidense, eso sí, nada común o parecido a los nombres que solía escuchar en Francia o en la mismísima Venecia.

La hermana de Martín arqueó las cejas.

― ¿Te vas a sentar o no, Manuel?

― Mara, ya está bien ―impuso Martín―. Deja a Manuel en paz y come tú también, luego dices que estás muy delgada y no te crece el pecho.

― ¡Demonios, eso último era innecesario! ―ella golpeó la mesa―. Papá siempre nos decía que sin tetas no hay vida. Tal vez por eso quiera tener tetas. Y me estoy replanteando el pedirle dinero a mamá para operarme.

― Lo que sea, siéntate. Deberías de avergonzarte de que te esté dando órdenes tu hermano menor, que es como el triple o el cuádruple más innmaduro que tú... o eso se suele demostrar. Siéntate.

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