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Me levanté exageradamente acalorado. Martín tenía un brazo descansando sobre mi torso y apretándolo, y el rostro boca abajo pegado a mi hombro. Tres rayos de Sol se colaban por las persianas y se proyectaban en la pared de enfrente.

Cuando me fui a dar la vuelta vi la camiseta del pijama del rubio desparramada por el suelo, al lado del colchón. Me sobresalté un poco, aunque bueno, me lo esperaba. Supuse que era cosa de intimidad mientras se duerme, y soy tan... invisible, que igual Martín se la quitó creyendo que yo no estaba. Suele pasar. No quería despertarle, pero a decir verdad iba a ser incómodo que se levantase de aquella posición como... protectiva.

Yo, con suerte, tenía toda la ropa puesta ―sí, lo revisé para quedarme tranquilo y no pensar cosas―. Respiraba con un poco de dificultad debido a los mocos de un posible resfriado, mientras alzaba la mirada al despertador que servía de simple reloj cuando eran vacaciones. Marcaba las diez y veinte de la mañana. Odiaba el número veinte.

Suspiré, hundiéndome en el colchón con la espalda hacia Martín y apretando las sábanas, con los ojos bien abiertos. Pensé en loq ue había ocurrido la noche anterior, sinceramente podría haber... hecho algo más. Por Martín, digo.

Noté cómo su brazo subía lentamente hacia mi pecho y un largo suspiro tras mi nuca. Sonreí un poco y sin querer, me tapé la boca con dos dedos y me giré un poco. En efecto, aún estaba dormido.

Su espalda quedó al descubierto. Aún teniendo unos 15 años asquerosos, los músculos se le marcaban en la espalda al moverse, cosa que no pegaba para nada con sus rasgos de niño.

Eso sí, siempre había tenido pestañas albinas de mujer. Sí, de mujer. O de camello. Pero Martín no era un camello, era una jirafa. Una jirafa perezosa que no quiere acostarse pero luego es incapaz de levantarse.

Sin darme cuenta acabe mirándole otra vez completamente embobado. Y sin darme cuenta tenía la mano posada en su rostro, resintiéndome a acariciarle. No quería, en serio. Martín merecía alguien sin problemas... bueno, al menos, alguien que no fuese yo.

Me moví haciendo bastante ruido y apartándome violentamente el brazo de Martín. Calcé las zapatillas de estar por la casa, y me dirigí a paso de tortuga hacia la puerta. Abrí el pestillo y eché una última mirada al rubio durmiente.

Obviamente, con la misma velocidad con la que me quitó la libreta, ya estaba con todo el torso fuera del colchón y mirando por la ventana, apartando la cortina con dos dedos.

Me pregunté si habría notado mi vago intento de acariciarle.

― ¿Qué hora es?

― Tú estás más cerca del reloj que yo.

― Da igual. Dime qué hora es.

― Pero mírala.

― Entonces acércame el reloj.

― Mueve el culo.

― El culo no se me mueve, pero me sé de otra cosa ―tosió un poco, tanteando con las manos el suelo.

― ¿Estás ciego?

― ¿Y mis lentes?

― No traíste.

― Pero no llevo las de contacto. Manuel, dime la hora, me cago en todo.

― Diez y veinte.

Me acerqué para levantarle del brazo, aunque él aprovechó para tirar del brazo y tirarme al colchón de nuevo. Suspiré y crucé los brazos por encima de mi pecho, flexionando una pierna y poniéndole el pie en la cara.

― Ya no voy a caer más, ¿sabes? ―alcé las cejas mientras le miraba con aires de superioridad. Le metí una patada en cuanto sentí algo viscoso tocando mi planta, tirándolo al otro lado del maldito colchón―. ¡¡Cuidado para lo que usas esa cosa!!

▧ Los Campos Elíseos ┊ ArgChiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora