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Timothée salió de su oficina en el área administrativa de las tropas alemanas con una sonrisa cansada, pero genuina. A pesar de que la guerra había trastornado la paz y armonía que Augsburgo solía tener, él intentaba mantener el optimismo. Sus pies se movían con cierta prisa por las calles polvorientas de la ciudad, donde el trajín diario no lograba opacar la determinación en sus ojos. Había terminado sus responsabilidades en las Juventudes Hitlerianas desde temprano esa mañana. El día había sido intenso, con reuniones y discusiones sobre el futuro de los soldados y el régimen nazi. Necesitaba un respiro, unas horas donde el estruendo de las fábricas y los murmullos de la ciudad se desvanecieran. Quería olvidar que Alemania estaba por perder la guerra y tendría que asumir las consecuencias de sus actos.
La mañana se despertó con una calidez inusual para finales de octubre, aunque el frío del invierno se insinuaba en cada brisa que acariciaba las calles adoquinadas. Timothée, con su abrigo gastado pero abrigador, se adentró entre los puestos del mercado que se alzaban como islas de normalidad en medio del caos de la guerra. Caminaba con paso firme, su mirada inquisitiva recorriendo los montones de ropa dispuesta sobre mesas improvisadas. Aquel mercado, diminuto en comparación con los bulliciosos en tiempos de paz, ofrecía una mezcla de prendas usadas y algunas nuevas, todas mostrando signos de desgaste y escasez. Los colores apagados predominaban, reflejando la austeridad impuesta por tiempos difíciles.
Durante su caminata por el mercado algo reluciente llamó su atención, entre los colores opacos que dominaban las calles, se destacaba una prenda colorida y elegante que colgaba delicadamente de una carpa gris. Timothée se detuvo frente al puesto, sus ojos verdes brillando con curiosidad y sorpresa bajo el borde de su gorra de plato. El vestido frente a él le parecía una obra de arte en medio del caos de la guerra: de un verde esmeralda como los prados de verano, con pliegues delicados que caían hasta el suelo en una cascada de tela satinada. Parecía un rayo de esperanza escapado de un tiempo más tranquilo y despreocupado, una promesa de belleza en medio de la devastación.
— Era un regalo que guardaba para el cumpleaños dieciocho de mi hija —El vendedor, un anciano con arrugas profundas y ojos cansados pero amables, notó la fascinación del joven. Dijo aquellas palabras con una sonrisa triste pero acogedora. Su voz era rasposa, como si cada palabra fuera un esfuerzo.
— Es maravilloso —Susurró el soldado en respuesta casi sin aliento, incapaz de apartar la mirada de la prenda. La seda del verde parecía capturar la luz del mercado, reflejando destellos de delicadeza. Timothée frunció el ceño al parecerle extraño que algo que lucía tan valioso estuviera a la venta en un mercado tan simple y desolado.— Si estaba destinado para su hija ¿por qué lo vende?
La curiosidad del joven había creado una sombra de tristeza en los ojos del anciano. Él suspiró profundamente, como si cada palabra fuera una puñalada de dolor.— Mi hija murió en el bombardeo aéreo por parte de los aliados en febrero de este año. Verlo me recuerda que nunca pude entregárselo.