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Micaela no pudo cerrar los ojos aquella madrugada, como si un torrente de emociones hubiese desatado una tormenta en su pecho. Había algo en la mirada del soldado que la había atravesado como una flecha en la penumbra, una conexión que desafiaba al tiempo y el espacio, como si sus almas hubieran danzado juntas en otra vida. En un instante, se sintió expuesta, atrapada en el umbral de la puerta, espiando a aquel desconocido, su corazón latía en una sinfonía de terror y nervios. Él, un nazi, igual que Timothée representaba tanto el peligro como una fascinación irresistible. Su estado de ebriedad lo hacía aún más inalcanzable, y un pánico sutil la envolvía al pensar que, al amanecer, sus ojos podrían abrirse con la claridad de la luz del día, recordando su presencia y desvelando su secreto.
La noche se extendía como un manto pesado sobre ella, y sus pensamientos eran como hojas arrastradas por el viento, un torbellino de incertidumbres y celos. La conversación que había escuchado aún resonaba en su mente, como un eco lejano que se negaba a desvanecerse. Gisela, la primera mujer de Timothée, su nombre caía como un susurro en el aire, y él lo pronunciaba con una mezcla de nostalgia y anhelo que se clava en el corazón. "Gisela era como el otoño en su forma más pura", había dicho él, y esas palabras se repetían en su mente, como una melodía incesante. ¿Qué significaban realmente? ¿Era el rojo de las hojas caídas, el naranja del atardecer, o el amarillo dorado que vestía el paisaje en su declive?
Micaela se sintió pequeña, atrapada entre su propia imagen y la de Gisela, quien parecía ser la personificación de una belleza melancólica. Su rubio cabello podría haber evocado la calidez del sol de otoño, pero en su interior, Micaela ardía como un fuego distinto, uno que no sabía cómo manejar. Las entrañas se le retorcían ante la idea de que Timothée aún albergara en su corazón los ecos de una mujer que había dejado huellas profundas en su alma. Era un sentimiento absurdo y desgarrador, una mezcla de rabia y vulnerabilidad que la mantenía despierta en la oscuridad.
"¿Por qué no puedo ser yo su otoño?", se preguntó, mientras sus pensamientos se deslizaban entre las sombras. Tal vez era tonto, pero su deseo de ser el refugio del rizado, de ser la estación que lo inspirara, la devoraba por dentro. La noche se prolongaba, y Micaela, atrapada entre el temor y la esperanza, comprendía que su corazón se había convertido en un laberinto de emociones que aún no sabía cómo navegar. Todo era un juego de luces y sombras, de colores y susurros, y en aquel instante, la soledad se convertía en su única compañía, mientras el mundo exterior se desvanecía en un silencio ensordecedor.
Justo cuando sus ojos comenzaron a rendirse a la pesada gravedad del cansancio, un sonido rompió la quietud de la noche: la puerta de la habitación se abrió lentamente, como si el tiempo se detuviera en ese instante. Micaela, normalmente ajena a los pequeños crujidos de la madera y a los pasos sigilosos, se volvió híperconsciente en aquella madrugada, donde el silencio era tan denso que podía oír el canto de las cigarras a más de una cuadra de distancia. Su corazón palpitó con fuerza, como una mariposa atrapada en su pecho, ansiosa por escapar. Se encogió en un rincón oscuro, la única cobija que poseía fue su escudo contra lo desconocido.