06 | Convencerlos de que estás loca por mí

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"Quien no encaja en el mundo, está cerca de encontrarse a sí mismo"



Asher

29 de agosto, 2018

Esa tarde, después del entrenamiento, la dediqué a estudiar francés.

Tras la charla que había tenido con el entrenador Parker el día anterior, me di cuenta de que la única forma de no perder mi puesto en el equipo, era aprobando el próximo examen. De otro modo, el hombre vería en peligro mi promedio y no dudaría en hacerme a un lado.

Me negaba a dejar que Darren Cross ocupara mi lugar.

Con eso en mente, le pedí a Diego que me compartiera sus apuntes y una vez que los recibí, me di a la tarea de meterme el temario en la cabeza. Sin embargo, llevaba ya cuatro horas intentándolo y no daba ningún resultado. Por alguna razón, dar indicaciones en francés—que era el tema de la siguiente prueba—me estaba costando un mundo. Y ni hablar del jodido vocabulario, que aún no conseguía pronunciar.

Parecía que estuviese invocando un demonio, en lugar de dar una dirección.

Frustrado, solté el lápiz sobre la mesa y cerré el cuaderno con fuerza, el sonido retumbando por toda la habitación. Nos habíamos mudado a ese pequeño apartamento hacia apenas una semana y todavía había un montón de cajas sin abrir esparcidas por un salón casi vacío—con apenas un sofá y una mesilla—, que convertía cada mínimo ruido en un eco inmenso.

Rogué internamente porque mi madre no se despertara con el ruido que acababa de hacer. Como me encontrase estudiando en el salón a esas horas de la noche, en lugar de dormido en mi habitación, iba a cabrearse.

Y si había algo que daba miedo, era mi madre cuando se enfadaba.

Estiré la cabeza hacia el pasillo y agudicé el oído para cerciorarme de que seguía dormida. Afortunadamente, todo lo que se oía era mi pesada respiración. Dejé escapar un suspiro de alivio y volví la vista al frente, mi mirada cayó involuntariamente en la pila de cajas ubicadas a un par de metros frente a mí.

Quisiera poder decir que no sabía la razón por la que mi madre aún no se había atrevido a abrirlas, pero la conocía perfectamente. Había sido la misma que había impedido que lo hiciera yo mismo: esas cajas estaban llenas de recuerdos. Era seguro que, en cuanto las abriésemos, nos encontraríamos con las cosas de papá y hacía falta reunir demasiado valor como para enfrentarse a eso.

Empacarlas, de por sí, ya había sido todo un reto.

No habíamos tenido mucha opción, sin embargo. La casa en la que vivíamos antes, ubicada en el centro del pueblo, era demasiado grande para solo dos personas y tremendamente costosa como para que el sueldo que mamá ganaba en el restaurante fuese suficiente para pagar el alquiler.

Mudarnos había sido tan doloroso, como conveniente.

Y el departamento en el que ahora vivíamos tampoco estaba tan mal. Tenía setenta metros cuadrados, dos habitaciones, dos baños, una cocina y un salón. Se nos cobraba menos de la mitad del alquiler de la otra casa y estaba ubicado en una de las zonas más tranquilas de Roden. Su única desventaja era que estaba situado en un séptimo piso y hacía décadas que no servía el ascensor. Diario subía y bajaba al menos veinte escaleras por piso.

Por suerte para mí, estaba acostumbrado a hacer ejercicio. Por desgracia para mi madre, ella no.

Revisé la hora en el móvil y decidí que era ya hora de irme a dormir. Antes de ponerme a recoger mis cosas, revisé el mensaje que me había enviado Emily un par de horas atrás. Me había escrito por Instagram para pasarme el número de Sam, sospechando que su amiga no se atrevería a hacerlo.

El arte de fingirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora